El Nuevo Día

Jensen Medina, a celebrar con coquito

- Mayra Montero Antes que llegue el lunes Escritora

Ya sé que es la ley. Supongo que tenía todo el derecho del mundo a recurrir una y otra vez y a solicitar, una y otra vez, que le rebajaran la fianza. Lo que pasa es que la muerte de aquella mujer al pie de un bote, en un desembarca­dero de Fajardo, la llevamos todavía grabada en la mente, no porque la mataran por un celular, sino porque la mataron por algo peor.

La mataron porque en la mente del asesino, presuntame­nte Jensen, había un íntimo y perverso interés de demostrar, delante de la mujer que lo acompañaba, novia o amante, no me importa qué, de lo que él era capaz.

El mundo de Jensen, alrededor de Jensen, dejó de existir. No había mar, ni botes, ni caída de la tarde, ni amigos de la víctima, ni siquiera un celular perdido. En la cara y los gestos de Arellys Mercado Ríos, a la que descerrajó un tiro en el cuello, él vio pasar la película de todas las mujeres que ha tenido y de todas las que pensaba tener: quería demostrar que estaba por encima de todas, del género, y que contra ellas todo lo podía.

Esa es la mentalidad.

Eso fue lo que aprendió en su casa. Hay que decirlo así, con toda la dureza del mundo. Eso fue lo que le inculcó su entorno familiar, su grupo de amiguitos, los mismos con los que jugaba juegos electrónic­os y celebraba cumpleaños. No todos iban a salir agresores sin piedad, pero las estadístic­as deben indicar que en un grupo de diez o doce que se desenvuelv­en y crecen bajo criterios sexistas y machistas, la mitad en algún momento proferirá amenazas u ofensas, y por lo menos uno, hará algún gesto para agredir, o en efecto cometerá una agresión contra una mujer. Grave o menos grave, eso depende.

Ya soy lo bastante mayor para reconocer esa actitud siniestram­ente parejera tan pronto la detecto, no importa la clase social ni la inteligenc­ia del individuo. Empezando esta carrera la vi entre periodista­s y escritores, que miraban a las mujeres jóvenes del gremio poco menos que como insectos. Y después, con el tiempo, y hasta hace poco, ha sido muy difícil romper esos esquemas que se acuñan a sangre y fuego en los primeros años de vida de un varón, y que después la escuela no remedia, que es la llamada a remediar.

Hace un par de años, en un conocido restaurant­e de la Roosevelt, al que desde luego no volví, pedí un martini. Lo que me sirvieron fue un brebaje asqueroso y pensé devolvérse­lo al camarero. Pero preferí, por suerte, llevarlo yo misma a la barra. El bartender, un tipo barbudo, mantenía una empalagosa charla con una de las empleadas. También detecto cuando las charlas son empalagosa­s y salaces.

Le dije que el martini no era de mi agrado, es más, que aquello no era un martini. El tipo se empinó, era corpulento, pero por suerte teníamos la barra de por medio.

—Llevo veinte años haciendo martinis. ¿Usted me va a enseñar cómo se hacen?

Aquella ráfaga no era ni mucho menos para mí, sino para la empleada con la que conversaba. Y la traducción era exactament­e esta: “Llevo veinte años levantando mujeres, ¿tú te me vas a resistir?”.

Aquel hombre no esperaba que yo le dijera que si llevaba veinte años haciéndolo de esa manera, significab­a que durante veinte años lo había hecho mal. ¿Saben lo que me contestó? “Entre y hágalo usted”.

Cuando me dirigía a dar la queja me dijeron que era una especie de gerente o socio del lugar, y el “vale parking” me comentó que “era un malcriado”, que había tenido problemas “con otras damas”. En suma, un pichón de Jensen, pero sin pistola, y además en un ambiente distinto. Pero la misma propensión a aplastar a una mujer, a humillarla si lo desafían, y a proyectars­e de cara a la que lo acompaña como dueño y señor de un poder fantástico que le confiere su género.

Aquí se podrán decretar miles de estados de emergencia, pero no les arriendo las ganancias. Nada que no sea meterles en la cabeza a los padres que no pueden criar “machitos”, y que las mujeres de la casa (abuelitas, madres, hermanas o primas) valen exactament­e igual que ellos, y pueden hacer exactament­e lo mismo que ellos, resolverá la situación de violencia de género.

Cuando sobre Jensen Medina se abalanzaro­n todos los demonios; los años de crianza equivocada y educación escolar deficiente, ningún estado de emergencia, en el sentido de la vigilancia o la presencia policial, lo hubiera contenido. Es decir, si hubiera estado esposado y preso no hubiera matado a Arellys, pero hasta el momento en que cometió el delito, era simplement­e un ciudadano anónimo, engreído y de carácter fuerte. Un tipo que, de haber sido bartender y recibir de vuelta un coctel mal hecho de manos de una mujer, le pega un tiro simbólico: “Entre y hágalo usted”.

Ahora Jensen Medina está en su casa en estas Navidades difíciles. Todos, como quien dice, llevamos grillete electrónic­o gracias a la pandemia. No sentirá gran cosa la diferencia con los demás, que también estaremos en casa sin poder salir. El mismo conjunto de leyes que provee para que una mujer que profiere amenazas contra otra salga airosa, también provee para que, cumpliendo con unos requisitos específico­s, aquel hombre que nos horrorizó una tarde de agosto en Fajardo, disfrute de la compañía de la familia en fechas que, como dicen los cursis, son tan señaladas.

A Jensen le pusieron espejuelos de cristal progresivo en la cárcel, los mismos que no necesitaba para pasearse por Fajardo. Apuesto a que los pagamos los contribuye­ntes. No obstante, en sus fotografía­s recientes sigue teniendo la expresión fría que lo caracteriz­ó desde un principio.

Es un hombre de fe. Me refiero a la fe inquebrant­able de que cualquier cosa que haga, cualquier cosa que pase, siempre alguien lo sacará de apuros. Hundido en el pozo como ha estado, no ha renunciado a su peculiar religión: la impunidad es un dios que algunos no verán caer.

No duden que todavía haya alguna mujer dispuesta a acercarse a Jensen, y a hacerse ilusiones con él.

De hecho, no sé si tiene hijos. ¿Y si tiene un varón, cómo le explicará, cómo lo sacará adelante?

A la niña, si tiene una niña y otros le explican bien lo que ella vale, Jensen no tendrá nada que decirle.

“Nada que no sea meterles en la cabeza a los padres que no pueden criar ‘machitos’, y que las mujeres de la casa valen exactament­e igual que ellos, y pueden hacer exactament­e lo mismo que ellos, resolverá la situación de violencia de género”

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