Las doce en el reloj
“IN MEMORIAM Arturo Echavarría Ferrari Mi Tesoro
¡Luce, a veces, el mundo está bien hecho!”, exclamó alborozado nuestro común amigo el poeta Jorge Guillén cuando le participé que Arturo y yo habíamos decidido casarnos. El mundo ha estado “bien hecho” para nosotros por medio siglo. “Ustedes están en Dios porque se aman, y Dios es Amor”, nos explicó el P. Ronald Murphy durante nuestra ceremonia nupcial bajo un manzano florido en un luminoso mediodía de Cambridge. Hemos estado en Dios medio siglo. Como presagiando el milagro de un amor que sería inacabable, cuando Guillén decía bajo el manzano blanco en flor su poema “Las doce en el reloj” --un himno al instante perfecto, un canto soleado a la comunión con el Todo--, las campanas de Cambridge comenzaron a tañer al mediodía. Aquellas campanadas inesperadas nos desconcertaron, porque nadie había cronometrado adrede el instante venturoso. El kairós o tiempo de Dios se nos manifestó como el preámbulo de nuestra dicha futura.
Acabo de perder a este compañero excepcional de medio siglo. Podría hablar del dolor indecible de mi pérdida, pero prefiero celebrar el júbilo de nuestra vida compartida. Cuando, hace ya mucho, estudié en la Universidad de Puerto Rico, acariciaba un sueño extraño: enseñar allí y casarme algún día con un profesor de aquellos claustros tan amados. Llevaba inscrita en el alma aquella corazonada porque estaba destinada a vivirla a plenitud.
Tuve un novio por 50 años. Mis alumnos recuerdan cómo, si me encontraba inesperadamente a Arturo en el campus, me sonrojaba de la emoción. Cuántas veces anticipé con mariposas en el estómago --hablo literalmente-regresar a casa para compartir con él. Cada salida al cine o a cenar la vivíamos como un auténtico date de enamorados. Arturo y yo pudimos explorar nuestras almas y nuestros talentos al máximo con libertad total. Nada se nos quedó en el tintero: dictamos cátedra a lo largo del planeta, escribimos cuanto quisimos, compartimos viajes extraordinarios y no nos tuvimos que repatriar de nuestra isla, a la que regresamos a servir desde la cátedra universitaria. Arturo dio su vida por la UPR y como investigador y escritor la puso muy en alto internacionalmente. Sus libros sobre Borges alteraron su campo de estudio en países como Alemania, donde muchos libros nacieron al calor de sus propuestas literarias. Puerto Rico realmente no tiene noticia exacta de cómo este su hijo devoto fue reconocido más allá de nuestra insularidad. Profesor sin par, Arturo coleccionó alumnos maravillosos no solo en la UPR sino en el mundo entero. Fue, por más, un uomo universale al uso renacentista: estudió bioquímica en Johns Hopkins, donde lo galardonaron como primer actor de teatro. Fue un niño prodigio del piano que terminó en el Peabody Conservatory de Baltimore. Pero, para mi ventura, optó por consagrarse a las letras en Harvard, espacio felicísimo donde, sin saberlo, el amor nos aguardaba.
El mayor de los talentos de Arturo, sin embargo, fue su extraordinaria vocación matrimonial. Al calor de nuestra entrañable compatibilidad supimos reconciliar nuestros respectivos caminos vitales con madurez y mutua comprensión. Arturo respaldó siempre mis ejecutorias profesionales, nacidas de mi vocación cuasi monacal por el estudio. Visitó conmigo tantos países islámicos que hubiera merecido un turbante honorario. Estuve casada con el caballero más íntegro y vertical del hemisferio: un gentleman y un gentle man.
“¿Cómo no gocé más del gozo [que] entre mis manos tuve?”, Melibea exclamó, desesperada, cuando muere su Calisto en la tragicomedia La Celestina. Ese no fue mi caso. Arturo y yo apuramos la copa de la dicha hasta el último día. Literalmente. Todas las noches, en un rincón íntimo de la sala, encendíamos velas y compartíamos unas copas. Todo afán exterior quedaba en silencio en este templo improvisado de nuestra vida en común donde compartíamos solo paz y alegría. Aquellos instantes constituyeron la más alta plegaria que pudimos entonar a Dios en este mundo de sombras pasajeras. Decía el teólogo Teilhard de Chardin que la felicidad constituye el verdadero estado de gracia. Vivimos medio siglo de gracia.
La última noche repetimos nuestro happy hour sacramental, sin saber que sería el último. Mi Tesoro tuvo la muerte más serena del mundo. De madrugada, fatigado, quiso incorporarse para salir de la cama. No pudo, y entendí que lo que realmente quería era irse a un espacio espiritual trascendido. Se fue apagando con imperturbable serenidad, mientras yo le encomendaba el alma y le iba diciendo mi largo amor. Ya en camino al Amor infinito de Dios, como muchas personas, reconoció a un ser invisible que lo esperaba para acompañarlo al otro lado de la muerte. Ese tránsito privilegiado, sin médicos ni medidas patéticas de resucitación, acompañado tan solo por el océano sin orillas de mi amor, fue el broche de oro de nuestra unión matrimonial. Quien ama tanto como Arturo me amó tiene por fuerza que estar en el Paraíso. Como esposo fue un santo auténtico, aunque sea uno de esos santos que --por triste error-- la Iglesia no canoniza.
Unos breves minutos tras su partida sentí en lo más hondo de mi ser un abrazo incorpóreo: sé que era el suyo, que me daba noticia cierta de su gozo trascendido y de su amor imperturbable. El abrazo invisible se repitió poco después, en medio de una extraña fragancia a flores que mi hermana Mercedes aspiró a su vez a la puerta de su casa. A veces quienes se nos adelantan al infinito nos consuelan de esa manera inmaterial tan delicada, sobre la cual San Juan de la Cruz escribió con pormenor.
Mi Tesoro, llevas a tu encuentro con Dios el medio siglo de amor luminoso que compartiste conmigo y que me habrá de proteger siempre. Aquellas campanas que tañeron al mediodía perfecto de nuestra primavera nupcial seguirán recordándome el inusitado milagro que he vivido a tu lado. Sé que volverán a repicar cuando salgas a mi encuentro en el Paraíso.
“Llevas a tu encuentro con Dios el medio siglo de amor luminoso que compartiste conmigo y que me habrá de proteger siempre”