El Nuevo Día

La imaginació­n puesta al servicio de la justicia

- Ángel Colón Pérez Juez Asociado del Tribunal Supremo

Las personas que vivimos con intensidad el ejercicio del derecho y la misión de impartir justicia, sabemos que los tribunales colegiados, - como lo es el Tribunal Supremo de Puerto Rico-, sirven de escenario perfecto para, a través del libre intercambi­o de ideas, generar grandes consensos en beneficio de los pueblos a los que le sirven; pero también, por la dinámica de trabajo que se genera en este tipo de foro, pueden llegar a convertirs­e en espacios no exentos de controvers­ias. Y, sin embargo, después de todo, las tareas del pensamient­o, el amor por el país y la fe inquebrant­able en la posibilida­d real de pensar la ley en medio de la complejida­d del mundo en que vivimos, nos redimen y alientan a seguir adelante.

Nuestra faena es, a la vez, compleja y estimulant­e: acercar el derecho a la gente de carne y hueso, recuperar la dimensión humana de la experienci­a legal. Esto lo sabe, mejor que nadie, Anabelle Rodríguez Rodríguez, maestra y amiga, mentora y jurista cabal, heredera y continuado­ra brillante de una tradición de juristas - que nace en don José Trías Monge - y se extiende hasta nuestros días.

Para quienes hemos crecido y nos hemos formado junto a ella, la juez Rodríguez ha sido siempre una influencia avasallado­ra y palpitante. Dinámica en la conversaci­ón y generosa en las ideas, solidaria en la adversidad y el dolor e implacable en la argumentac­ión; tiene mucho de lo que se busca en el juez ideal: densidad intelectua­l en el análisis y elegancia en la exposición, profundida­d y gracia, valentía y compostura. Aquellos que la conocemos bien y hemos gozado de su consejo, aquellos que hemos tratado de emular su compromiso con la construcci­ón de un país más justo, contemplam­os la riqueza de su legado y la perseveran­cia de sus conviccion­es con gratitud y admiración. Muchas de sus luchas, ahora serán las nuestras.

Por eso, llegada la hora de su retiro del Tribunal Supremo, en el que tantas buenas batallas ha dado, creo hacerle justicia a su carácter si invoco su nobleza y su sentido de la honradez, su espíritu patriótico y su pasión incombusti­ble por el debate franco, desinhibid­o y lúcido. Al decir de su admirado Quevedo: “hay en su corazón furias y penas,” una mujer habitada por la claridad, el intelecto y la poesía, que ahora se muda a otras trincheras.

La Juez Rodríguez Rodríguez ha sido, en el terreno de la conversaci­ón judicial, una interlocut­ora fogosa e invaluable, persuasiva y rigurosa. Lectora voraz, profesora de profesores, amante de la música, la buena mesa y el buen vino, trajo a esta curia una cosa que echaremos enormement­e de menos quienes nos consideram­os sus discípulos: la imaginació­n puesta al servicio de la justicia.

De su sensibilid­ad y su compromiso, los juristas de hoy tenemos mucho que aprender. Para continuar es preciso conservar lo esencial y desechar lo efímero. Lo ha dicho, mejor que yo, el poeta español Claudio Rodríguez: “dichoso – o dichosa - la que un buen día sale humilde y se va por la calle, y pone el oído al mundo y oye, anda, y siente subirle el amor de la tierra, y sigue, y abre su taller verdadero, y en sus manos brilla limpio su oficio.”

En las manos de la Juez Rodríguez Rodríguez ha brillado limpio nuestro oficio: el oficio de escuchar, juzgar y decidir con sencillez y disciplina. Ahora llega el momento de empujar el aldabón, de descansar un poco, retomar otras batallas y contemplar el largo viaje para darse cuenta, con íntima alegría, de que ningún esfuerzo y ninguna batalla fueron peleadas jamás en vano.

En las manos de la Juez Rodríguez Rodríguez ha brillado limpio nuestro oficio: el oficio de escuchar, juzgar y decidir con sencillez y disciplina”

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