El Nuevo Día

Nacer y renacer

- Carmen Dolores Hernández Escritora

De todas las fiestas con orígenes religiosos -y son muchas- la Navidad es la más reconocibl­emente humana. Una familia que se prepara y espera, una mujer que alumbra, un niño que nace son ocurrencia­s comunes y-también maravillos­as. Lo es asimismo la alegría que acompaña a todo nacimiento, igual sentida por pastores legendario­s y ángeles del cielo que por hombres y mujeres que pisan la tierra. Una nueva vida es siempre una esperanza, un camino que comienza, un destino que se debatirá ineludible­mente entre la dicha y la tristeza. Para desearle al niño que lo primero sea más abundante que lo segundo llevamos, como los Reyes Magos, dones a los recién nacidos.

El nacimiento del Niño Dios aúna de manera inconfundi­ble el símbolo con la realidad. No hay distancia entre ellos: ambos son uno en esta fiesta. Al lado de la reverencia se instala la ternura; al lado del asombro, la familiarid­ad: las canciones mismas de la Navidad lo afirman. Oscilan entre lo sagrado –“Venid y adoremos”y lo juguetón: “Ay del chiquirrit­ín que ha nacido entre pajas; ay del chiquirrit­ín, queri queridín, queridín, queridito del alma…”. Incluso los animales -el mundo de la naturaleza que nos sostiene y rodea- juegan un papel en la fiesta: “Con mi burrito sabanero voy camino de Belén …”. En la escenifica­ción tradiciona­l del evento, no puede faltar en el pesebre la presencia de los animales de carga, buey y mula, imprescind­ibles para el trabajo.

Como el de todos nosotros, el nacimiento del Niño Dios sucedió en el pasado, pero se celebra en el presente de quienes aún transitamo­s por el camino de la vida. El aliento primario de nuestros comienzos, que celebramos año tras año como pequeños triunfos contra la muerte, nos impulsa a continuar avanzando por un camino que nunca carece de tropiezos: lo jalonan ineludible­mente el desaliento, el cansancio, las pérdidas, las traiciones íntimas que nos desvían del sendero que nos quisimos trazar.

Es en ese punto que el Nacimiento que celebra el mundo entero el 25 de diciembre adquiere una cualidad íntima, luminosa, sagrada. Porque ese nacimiento es -también- un renacer, la renovación perenne de una promesa de vida. La escena conmina a contemplar -una y otra vez- los orígenes de la existencia, de la fe, de la esperanza, del amor; alienta un impulso callado pero vigoroso que reafirma la dirección de nuestra existencia, asegurándo­nos que no importa cuánto nos hayamos desviado, siempre es posible empezar de nuevo. Nos orienta en el sendero, como orientó la estrella a los Magos, igualmente perdidos por los caminos tortuosos de su historia. Nuestro destino, nos indica, no está marcado por la fatalidad; somos nosotros quienes lo marcamos -como dijera Antonio Machado- al andar. La estrella de la esperanza que brilló en Belén nunca se apagará para la humanidad.

Con sus figuras entrañable­s, tan reconocibl­es por ser comunes en el contexto de nuestra experienci­a, el pesebre es siempre un punto de partida al que debemos-paradójica mente- regresar para ser luego capaces de avanzar. Alejarse de lo pequeño, lo sencillo, lo unitivo es perder el camino. La Navidad, con sus celebracio­nes de un nacimiento humilde, con su escenifica­ción de una solidarida­d única entre lo natural, lo espiritual y lo humano, con su promesa de una ansiada plenitud futura, nos reorienta. En ella se unen el principio y el fin, el Alfa y el Omega, la creación y la redención en un símbolo que alude a la realidad más entrañable de todas: el comienzo de la vida, de toda vida humana sobre la tierra.

El Nacimiento que celebra el mundo entero el 25 de diciembre adquiere una cualidad íntima, luminosa, sagrada. Porque ese nacimiento es -también- un renacer, la renovación perenne de una promesa de vida”

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