Pseudociencia y el arte de gobernar
Hace un par de siglos la ciencia ha ido ganando terreno hasta convertirse en el estándar ideal a la hora de aconsejar a la toma de decisiones de cualquier sociedad que se considere moderna. Por lo tanto, una apreciación popular incorrecta sobre lo que constituye un conocimiento científico causaría un serio problema de comunicación e implementación de política pública y gobernabilidad.
Pero, uno de los principales retos que enfrenta la ciencia en su rol de asesora son las teorías de conspiración. Lejos de despacharlas a la ligera, la historia nos advierte lo contrario. La realidad es que tenemos un largo historial de negligencia a la hora de prohibir el uso de contaminantes que afectan a la población general. Algunos ejemplos lo han sido la pintura con base de plomo y el asbesto.
En algunos casos se han requerido intensas batallas legales y comunitarias para terminar aceptando las denuncias que al principio eran vistas como cosas de ambientalistas fantasiosos. Además, hemos tenido experimentaciones con minorías, como sucedió con la píldora anticonceptiva en los campos de Puerto Rico.
Todos estos encubrimientos por parte de corporaciones o autoridades gubernamentales sirven de combustible para las teorías de conspiración. Aunque estos hechos históricos son irrefutables, esas teorías pueden degenerar en lo que se conoce como pseudociencia. Ahí es donde lejos de hacer un bien al destapar un esquema, hacen daño al diseminar desinformación, sobre todo ahora con el uso de las redes sociales. Para separar la paja del grano hay que referirse a la teoría sobre la diferencia entre ciencia y pseudociencia.
La práctica contemporánea ha logrado fusionar las teorías antagónicas de Karl Popper y Thomas Kuhn a la hora de determinar qué constituye un conocimiento científico. Del concepto “refutabilidad” de Popper se desprendería la reafirmación estandarizada del “peer review” o revisión por pares como método de validación. A Popper también le debemos el señalar que la pseudociencia se delata por su falta de apertura a la refutación y por la defensa dogmática de sus enunciados, como si sus adeptos hubieran sido iluminados por una especie de revelación. Por otra parte, del concepto de paradigmas de Kuhn se desprende el acordar lo que constituiría un número razonable de corroboraciones para aceptar un enunciado científico. Un importante elemento que subyace a la teoría de Kuhn no sería tanto el tiempo transcurrido para llegar al paradigma sino el número de integrantes de la comunidad científica que lo acepta para tener algo pragmático con lo que se pueda trabajar.
Hay asuntos en los cuales la comunidad científica está lejos de alcanzar un consenso. En esos casos la ciencia no sirve como una asesora efectiva para la política pública. Pero cuando vemos que una abrumadora parte de la comunidad científica coincide en algo, independientemente de corporaciones y gobiernos, no alinearse con esa mayoría científica podría llevar a alejarnos irresponsablemente del camino de lo racional.
Una de las amenazas más peligrosas que ha enfrentado la humanidad es el cambio climático. Cuando vemos que entidades como la NASA expresan que el 97% de los científicos coinciden en que los humanos estamos causando el calentamiento global, esos números cuentan, y deberían haber sido suficientes para que Estados Unidos haya adoptado una política al respecto hace mucho. Que un 3% de los científicos piense diferente no deber ser relevante para efectos de política pública porque, aunque bien es cierto que “cuando el río suena es porque piedras trae”, también lo es que “una golondrina no hace verano”.
Podemos creer que gobiernos y corporaciones tengan agendas escondidas y encubran información a su beneficio. Pero los números hacen la diferencia cuando vemos avalando el uso de una vacuna a tantas entidades nacionales como el CDC, junto a organismos internacionales como la OMS, y a cientos de universidades, revistas prestigiosas y asociaciones independientes que representan a miles de científicos y profesionales de la salud alrededor del Mundo. A base de esos números es que sabemos si la posición que tomamos está en sintonía con la ciencia y la razón o con la pseudociencia y el dogmatismo. Siendo las consecuencias de la segunda opción muy difíciles para la gobernabilidad y demasiado arriesgadas para el colectivo.