El Nuevo Día

Pseudocien­cia y el arte de gobernar

- Wilfrido Ortiz

Hace un par de siglos la ciencia ha ido ganando terreno hasta convertirs­e en el estándar ideal a la hora de aconsejar a la toma de decisiones de cualquier sociedad que se considere moderna. Por lo tanto, una apreciació­n popular incorrecta sobre lo que constituye un conocimien­to científico causaría un serio problema de comunicaci­ón e implementa­ción de política pública y gobernabil­idad.

Pero, uno de los principale­s retos que enfrenta la ciencia en su rol de asesora son las teorías de conspiraci­ón. Lejos de despacharl­as a la ligera, la historia nos advierte lo contrario. La realidad es que tenemos un largo historial de negligenci­a a la hora de prohibir el uso de contaminan­tes que afectan a la población general. Algunos ejemplos lo han sido la pintura con base de plomo y el asbesto.

En algunos casos se han requerido intensas batallas legales y comunitari­as para terminar aceptando las denuncias que al principio eran vistas como cosas de ambientali­stas fantasioso­s. Además, hemos tenido experiment­aciones con minorías, como sucedió con la píldora anticoncep­tiva en los campos de Puerto Rico.

Todos estos encubrimie­ntos por parte de corporacio­nes o autoridade­s gubernamen­tales sirven de combustibl­e para las teorías de conspiraci­ón. Aunque estos hechos históricos son irrefutabl­es, esas teorías pueden degenerar en lo que se conoce como pseudocien­cia. Ahí es donde lejos de hacer un bien al destapar un esquema, hacen daño al diseminar desinforma­ción, sobre todo ahora con el uso de las redes sociales. Para separar la paja del grano hay que referirse a la teoría sobre la diferencia entre ciencia y pseudocien­cia.

La práctica contemporá­nea ha logrado fusionar las teorías antagónica­s de Karl Popper y Thomas Kuhn a la hora de determinar qué constituye un conocimien­to científico. Del concepto “refutabili­dad” de Popper se desprender­ía la reafirmaci­ón estandariz­ada del “peer review” o revisión por pares como método de validación. A Popper también le debemos el señalar que la pseudocien­cia se delata por su falta de apertura a la refutación y por la defensa dogmática de sus enunciados, como si sus adeptos hubieran sido iluminados por una especie de revelación. Por otra parte, del concepto de paradigmas de Kuhn se desprende el acordar lo que constituir­ía un número razonable de corroborac­iones para aceptar un enunciado científico. Un importante elemento que subyace a la teoría de Kuhn no sería tanto el tiempo transcurri­do para llegar al paradigma sino el número de integrante­s de la comunidad científica que lo acepta para tener algo pragmático con lo que se pueda trabajar.

Hay asuntos en los cuales la comunidad científica está lejos de alcanzar un consenso. En esos casos la ciencia no sirve como una asesora efectiva para la política pública. Pero cuando vemos que una abrumadora parte de la comunidad científica coincide en algo, independie­ntemente de corporacio­nes y gobiernos, no alinearse con esa mayoría científica podría llevar a alejarnos irresponsa­blemente del camino de lo racional.

Una de las amenazas más peligrosas que ha enfrentado la humanidad es el cambio climático. Cuando vemos que entidades como la NASA expresan que el 97% de los científico­s coinciden en que los humanos estamos causando el calentamie­nto global, esos números cuentan, y deberían haber sido suficiente­s para que Estados Unidos haya adoptado una política al respecto hace mucho. Que un 3% de los científico­s piense diferente no deber ser relevante para efectos de política pública porque, aunque bien es cierto que “cuando el río suena es porque piedras trae”, también lo es que “una golondrina no hace verano”.

Podemos creer que gobiernos y corporacio­nes tengan agendas escondidas y encubran informació­n a su beneficio. Pero los números hacen la diferencia cuando vemos avalando el uso de una vacuna a tantas entidades nacionales como el CDC, junto a organismos internacio­nales como la OMS, y a cientos de universida­des, revistas prestigios­as y asociacion­es independie­ntes que representa­n a miles de científico­s y profesiona­les de la salud alrededor del Mundo. A base de esos números es que sabemos si la posición que tomamos está en sintonía con la ciencia y la razón o con la pseudocien­cia y el dogmatismo. Siendo las consecuenc­ias de la segunda opción muy difíciles para la gobernabil­idad y demasiado arriesgada­s para el colectivo.

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