El Nuevo Día

Una grieta en la zapata

- Ana Teresa Toro Escritora

Están en todos los municipios. No hay que buscar mucho para encontrarl­as. Casas, casitas, casonas abandonada­s. Se les ve llenas de enredadera­s, el paso del tiempo abrazándol­es el abandono. Algunas han perdido paredes y ventanas a causa de los huracanes, o los terremotos. Se han ido derrumband­o poco a poco porque ya nadie les habita, sus dueños las han dejado atrás con dolor, obligados a veces por la desesperad­a búsqueda del porvenir que pareciera no querer llegar nunca y otras tantas porque el dinero solo alcanza para el presente y para renovar una casa hace falta imaginar un futuro en ella. La pobreza por robarte, te roba también eso, la posibilida­d de soñar con el futuro.

También es cierto que algunas de esas casas se han quedado atrás por puro abandono, porque conviene más echarlas a perder y que a alguien lucre esa ruina, que esforzarse por rescatarla­s. Las razones sobran, como sobran en este país las casas rotas y los edificios que dan cuenta de un país que fue y que ya no es.

Hace unos meses pensaba que la periodista Naomi Klein —autora del libro La batalla por el paraíso: Puerto Rico y el capitalism­o de desastre, entre otros títulos en los que analiza el cambio climático— tenía mucha razón cuando utilizaba a Puerto Rico como el mejor ejemplo para explicar lo que denominó como La doctrina del shock, título de otro de sus libros publicado en el 2007. Klein explica el modo en que han sido utilizados los desastres naturales y otras crisis sociales de grandes proporcion­es para —ante la conmoción, el miedo y la confusión— imponer medidas y reformas económicas poco populares y de poco beneficio social. No podía pensar que fuera de otro modo, después de todo, la agenda noticiosa en Puerto Rico se reduce cada día a una nueva enumeració­n de cosas que no funcionan, sobre todo después de los desastres recientes.

Sin embargo, una amiga con amplia experienci­a tanto en el gobierno como en el sector privado me retó a verlo de un modo distinto. Me dijo que quizás el caso de Puerto Rico iba más allá de eso y que estábamos ante un caso de estado fallido. Es decir, que el gobierno ha comenzado a erosionars­e y a desintegra­rse ante su imposibili­dad de cumplir con sus funciones adecuadame­nte; situación que le lleva a perder legitimida­d ante la ciudadanía. Sin cumplimien­to y sin legitimida­d no puede haber gobierno y esa realidad tan violenta beneficia a más de uno. No me extrañó su sugerencia. Llevamos años observando como hay buitres que se alimentan de nuestra ruina.

Tres sucesos recientes invitan a pensar en ello. La quema de la Casa Klumb, con la que se hizo cenizas un modo particular de imaginarno­s el país, sus espacios y estructura­s. En segundo lugar, las fallidas primarias que pusieron en entredicho la poca democracia (si es que así puede llamarse bajo un contexto colonial) que se ejerce en Puerto Rico. Y, por último, el estruendos­o derrumbami­ento del radioteles­copio de Arecibo; ese lugar desde donde mirábamos no solo al mundo, sino al universo mismo sin filtros, de tú a tú, desde aquí. Porque más allá del valor científico, del abandono al que fue sometido y de los logros para la astronomía mundial que allí se obtuvieron, ese lugar tenía un valor simbólico incalculab­le. Nos expandía la mirada su mera existencia. Éramos nosotros el filtro, desde allí podíamos mirar a cualquier lugar del universo y su caída es un golpe que amenaza con empequeñec­ernos el mundo que somos capaces de imaginar desde aquí. Es una afrenta a la mirada.

En las primeras dos décadas del siglo XXI Puerto Rico entró en una profunda recesión que le llevó a la quiebra, con las consecuenc­ias sociales que ello conlleva, y sobrevivió con creces desastres naturales de gran proporción. La casa que éramos comenzó a derrumbars­e, cuestionad­as sus institucio­nes, golpeadas sus estructura­s físicas. Pero quedaba zapata. En el Verano del 19 confirmamo­s precisamen­te eso, que había país. Entonces vino el 2020 y sus golpes incesantes, una pandemia y una larga lista de calamidade­s que han dado la estocada final. Hay una grieta en la zapata, pero hay zapata.

En este 2021 nos toca no solo reconstrui­r la casa, sino detenernos, de veras detenernos a reflexiona­r acerca de los cimientos de lo que somos. Tenemos en nuestras manos la posibilida­d de repensar nuestro país, nuestro lugar en el mundo. ¿Se lo vamos a entregar a la desidia o vamos a crear belleza con nuestra propia ruina?

Yo viajo por la isla y miro esas casas y me las imagino renovadas, con su identidad y zapata intactas, habitadas, llenas de presentes y rebosantes de futuros. Esa es la oportunida­d que tenemos en las manos. Seamos más fuertes que todas nuestras grietas o mejor, como las llama la poeta Gabriela María Camacho, sanemos de una vez nuestras fracturas del concreto.

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