El Nuevo Día

La sangrienta normalidad

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La semana empezó con la espantosa muerte de tres policías mientras intervenía­n con un delincuent­e en Carolina y terminó con la revelación, a la que no se le prestó mucha atención, quizás por considerár­sele ya cosa normal, de que hay una batalla campal entre activistas políticos por puestos de poder en el Departamen­to de Educación, la agencia más importante del gobierno de Puerto Rico.

El que no vea la relación entre ambas cosas, debe mirar de nuevo.

Todo delincuent­e que anda hoy por la calle aterroriza­ndo a la población, pasó, alguna vez, por una escuela. La inmensa mayoría fue a escuelas públicas, donde estudian los pobres de los que, por lo general, se nutre el ejército de crimen callejero que nos tiene atenazados hace décadas.

En otras escuelas, hay otro tipo de criminal: el que pone un millón de dólares para traer cocaína a la isla, presta un bote para transporta­rla o le sirve de testaferro al narcotrafi­cante; el que deforesta un monte comprando permisos fraudulent­os en el gobierno o el que comete actos de corrupción, entre muchos otros delitos llamados “de cuello blanco”.

Sus crímenes no son menos graves de los que cometen los que roban y matan en las calles de la isla. Se puede incluso argumentar que son peores. Pero las estrategia­s para manejarlos son distintas.

El 88% de los que están hoy presos, según el perfil del confinado que publica el Departamen­to de Corrección y Rehabilita­ción (DCR) estuvo en escuelas públicas. El 15% tiene alguna discapacid­ad intelectua­l; el 44% de estos tiene déficit de atención e hiperactiv­idad, problemas de aprendizaj­e o trastornos emocionale­s.

Abundan estudios que prueban el efecto negativo que tienen estas condicione­s, sobre todo si no son atendidas, en el desempeño académico y el comportami­ento en sociedad de las personas.

Un niño o niña con condicione­s así no atendidas o mal atendidas fracasa en la escuela. El que fracasa en la escuela, lo que le queda es “la calle”. En “la calle” sabemos todos qué es lo que hay. El que no lo sepa, lea cualquier periódico o escuche cualquier estación de radio por la mañana; el hedor a muerte es insoportab­le.

Todos conocemos los problemas que ha enfrentado por décadas el Programa de Educación Especial del Departamen­to de Educación.

Una demanda presentada hace ya 40 largos años no ha podido lograr que ningún secretario, de ningún gobierno, dé a estos niños y niñas los servicios a los que tienen derecho y de los que dependen sus preciosas vidas y sus futuros.

Este país es testigo adolorido de las épicas batallas que dan madres y padres para rasgarle al sistema algunas migajas para sus hijos con necesidade­s especiales. Por ese hoyo se han perdido incontable­s vidas. No pocas terminan en el mundo criminal.

Solo 35% de los confinados terminó el cuarto año de escuela superior. En la población general, esa cifra se duplica: el 77% tiene su cuarto año, según la Oficina del Censo de Estados Unidos. Al abandonarl­os a ellos, nos abandonaro­n a todos.

Se puede entender de esto que habría muchos menos criminales en las calles si el Departamen­to de Educación hubiera sabido usar sus cuantiosos recursos para retener a los estudiante­s y para darles los servicios especiales a los que los necesiten. Nunca ha podido.

Se ha pasado la vida en lo que está ahora: en guerras de poder o repartiend­o millonadas entre amigos, acomodando compadres y comadres, cebándose medio mundo de ese presupuest­o carnoso y apetitoso.

Fuera del Departamen­to de Educación, hay muchos otros problemas. Dificultad­es también comprobada­s en el acceso a servicios de salud mental y contra la adicción, violencia intrafamil­iar que apenas se atiende o se investiga, menores maltratado­s que se les escapan a las autoridade­s y andan por la calle en muy malas compañías, cárceles que teniendo bajo su custodia permanente a personas no logra que adquieran las destrezas que le darían otras opciones que no fueran volver al crimen.

Se le suma a eso la pobreza endémica en Puerto Rico, la enorme desigualda­d, la crispación social y sale de ahí el coctel letal que nos ha llevado a ser, por unas cuantas décadas ya, una de las jurisdicci­ones más violentas del mundo, por mucho que nos cueste reconocerl­o.

Son los hijos y las hijas de todos esos fracasos los que, en gran medida, están en la calle librando las guerras que fingimos ignorar hasta que nos golpea el alma una tragedia como la de esta semana con la muerte de los oficiales Luis Marrero Díaz, agente estatal, y Luis Salamán Conde y Eliezer Hernández Cartagena, de la Policía Municipal de Carolina.

Es siempre igual, un ciclo que se repite de manera incesante y que ya cansa. Viene un crimen que se sale de la norma (otros diez fueron asesinados en los mismos días en que caían los tres policías), hay rasgaduras de vestiduras, se promete aquello o lo otro y, al par de días, de vuelta a la sangrienta normalidad.

Volvemos a las batallas políticas en las agencias, a volverle la cara a la pobreza, a la desigualda­d y a las violencias cotidianas.

Nadie se decide a sacar el marrón y derrumbar el viejo orden que nos trajo a esta penosa situación. Nadie, en posiciones de poder, se atreve a hablar en serio, de la pobre educación, de la desigualda­d, la marginació­n, la violencia intrafamil­iar, todas las cargas que se echan sobre los desposeído­s y en lo que se fermenta el caldo tóxico que produce tragedias como la que vivimos esta semana.

Nadie se atreve a hablar, en serio, de medicar unas drogas y despenaliz­ar otras, aunque todos sabemos que, según las mismas autoridade­s, el 80% de los asesinatos en la isla están relacionad­os de alguna manera con el tráfico o consumo de narcóticos.

Nadie se atreve a plantearse alternativ­as distintas a la encarcelac­ión a personas que no necesitan una cárcel, sino un hospital, de los que hay muchísimos a esta misma ahora empeorando sus problemas, y los nuestros, en las prisiones.

Ante el horror del crimen y la violencia que, de un tiempo acá, solo nos llama la atención cuando se sale de la norma, nos limitamos a poner cara de acontecimi­ento, derramar algunas lágrimas de cocodrilo y a hablar generalida­des.

Y a esperar, con el corazón encogido, el próximo golpe.

“Nadie se decide a sacar el marrón y derrumbar el viejo orden que nos trajo a esta penosa situación”

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Benjamín Torres Gotay Las cosas por su nombre Periodista

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