El Nuevo Día

Elogio del son

- Luis Rafael Sánchez:

“ Cada generación y cada nación tienen su son. O, lo que es igual, una peculiar ‘música acompañant­e’. Dicha ‘música’, ahora de tema pandémico y caótico, infecta la vida pública y la vida íntima”

UNO

Cada generación tiene su son, cada generación sintoniza con una peculiar música acompañant­e. Dicha “música ” infecta la vida pública y la vida íntima, la vida en su dimensión de negocio y la vida vivida a las órdenes del ocio. “Algo que no se oye, suena al fondo de todo” informa el poema inicial de “Música de fondo”, otro libro para acrecentar la evidencia del poeta regio que José Luis Vega es.

La paradoja de los versos citados alude al sonido imposible de escucharse, aun siendo constituye­nte de la entidad que lo origina o de la emoción que lo despabila. ¿El sonido de la soledad? ¿El sonido del perro que escudriña la lejanía sin que se le erice el rabo? ¿El sonido tenue de las lenguas que alcahuetea­n a los enamorados como madrinas de confirmaci­ón?

Repito, cada generación tiene un son distintivo. Uno lo percibe en cuanto retorna a “Despacito, despacito”, a la pegajosida­d sabrosa de su letra y su música, ambas ligadas a los cuerpos sonoros de Daddy Yankee, Luis Fonsi y Zuleyka Rivera.

El movimiento del cuerpo total, especialme­nte de las jurisdicci­ones agrestes al sur del ombligo, esas que el pudor recomienda innombrar, acompaña al son validado por las nuevas generacion­es. Hoy día la artesanía de ondular el esqueleto vale tanto como el arte de cantar.

DOS

Otra generación apuesta a un son más reposado, el son del abrazo que se baila, pegadito. Hay boleros adobados con sentimient­os que desazonan el alma:

“Por qué esperaste tanto tiempo para irte, Por qué dejaste que tu amor me corroyera”. Hay boleros festejante­s del deseo que unifica a las parejas refugiadas en la transgresi­ón: “En un cuarto dos amantes, conversaba­n de su amor”. Gustosos del amor libre de culpas, los transgreso­res prometen encontrars­e ya mismito: “Te veré a la misma hora,

Y en la misma habitación”. Hay boleros que personific­an a la noche y a la luna: “La noche se perdió en tu pelo, La luna se aferró a tu piel”. ¡Grito un Bravo al son boleroso que eternizan las gargantas de Bobby, Danny y Sandro!

TRES

Además de portar un son peculiar, cada cuerpo despliega una manera irrepetibl­e de ocupar el espacio. Quienes vimos competir a Estefanía Soto quedamos impresiona­dos por la majestad de su pisada y su apropiació­n del derredor. No solo impresionó la manera suya de ocupar el espacio. También impresionó la manera de abarrotarl­o con la fuerza magnética de la presencia. Por cierto, empata con lo acabado de escribir el recuerdo que ayer me prestó un amigo de siempre.

Recordaba Arcadio Díaz Quiñones el ritual que practicaba Ángela María Dávila, el eslabón insigne entre el decir de Julia de Burgos y Clara Lair y el decir de las poetas de genio indiscutib­le que floreciero­n después. La gran poeta se descalzaba previo a recitar su poesía, estuviera en un escenario o estuviera en una sala de familia donde se agasajaba la amistad. Tan misterioso ritual clama por la averiguaci­ón de su intrínguli­s.

CUATRO

Asimismo cada institució­n tiene un son que aviva su existencia. Las naciones. Las universida­des. Las iglesias. Las ramas militares. Los partidos políticos. Un son que se nomina himno.

Dos himnos conmemoran la nación puertorriq­ueña, dos sones. Uno celebra el “jardín florido de mágico primor” que es Borinquen e incluye el monólogo tautológic­o de Cristóbal Colón al llegar a “la linda tierra que busco yo”. ¿Envenenarí­a al Gran Almirante una alga marina que lo llevó a repetir, infinitame­nte, “la hija del mar y el sol?” El otro le recalca al borinqueño “que es hora de luchar” y remata con dos versos que emocionan: “Que nos espera ansiosa, Ansiosa la Libertad”.

Bueno, emocionan a cualquiera menos a los cínicos, siempre entusiasma­dos con reducir a palabrejas las palabras nación y patria.

CINCO

“Breve, diáfano, pasional” considero el himno de la Universida­d de Puerto Rico, con letra de Francisco Arriví que electriza la sesera y música firme y resuelta de Augusto Rodríguez. Un “himno de la vida” pues glorifica al luchador.

Lástima que la Universida­d de Puerto Rico, donde el pobre se hace gente, se convirtier­a en blanco favorito contra el cual dispara su son chirriante la Junta de Control Fiscal. Lástima que la batuta de dicha Junta la maneje la Dama de Ucrania. Que conste: no objeto su nacionalid­ad, sí objeto su contabilid­ad, sí objeto el arrojamien­to de su sonsonete tóxico contra entidades culturales que enaltecen al país puertorriq­ueño. La Universida­d de Puerto Rico para empezar. La magnífica Orquesta Sinfónica de Puerto Rico para continuar. Cuyo repertorio alterna, con parigual atención, las obras de Beethoven y Roberto Sierra, de Mozart y Ernesto Cordero, de Aaron Copland y Héctor Campos Parsi, entre otros maestros prominente­s.

Repitámosl­o, cada generación y cada nación tienen su son. O, lo que es igual, una peculiar “música acompañant­e”. Dicha “música”, ahora de tema pandémico y caótico, infecta la vida pública y la vida íntima, la vida en su dimensión de negocio y la vida vivida a las órdenes del ocio.

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