Ricardo Rosselló, el zumbido de las dudas
Benjamín Torres Gotay Las cosas por su nombre
Antes de que Ricardo Rosselló ganara la primera elección de su vida, hubo a quien se le oyó decir, con encendido entusiasmo, que el joven aristócrata gobernaría a Puerto Rico por 12 años de prosperidad, al cabo de los cuales tendría en la mirilla, no es relajo, la presidencia de Estados Unidos.
Eran aquellos tiempos arrebatadores en los que no escaseaban los oráculos grandilocuentes en torno al entonces novel político. En 2015, antes de caer en la enredadera del sistema de justicia criminal de Estados Unidos, Abel Nazario, por ejemplo, comparó a Puerto Rico con Israel cuando, esclavizado por Egipto, necesitaba un líder que lo liberara. Refiriéndose a Rosselló, exclamó el entonces alcalde de Yauco, con gran histrionismo: “Ese líder ha nacido y está con nosotros”.
Esos eran, imaginen, los aspavientos que, de manera muy casual, se dejaban caer en torno al muchacho mientras ganaba sus primeras dos elecciones: la primaria del Partido Nuevo Progresista (PNP) y la contienda por la gobernación en 2016. Fueron sus últimos triunfos. Hubo después, como sabe todo el mundo, ciertos contratiempos a causa de los cuales no pudo concluir siquiera el primero de todos los términos que con tanta facundia se le habían vaticinado.
No se le vio ni la sombra por Puerto Rico desde entonces. Pero el miércoles apareció tieso, tenso y dubitativo en la pantalla de un monitor mientras declaraba en corte desde Virginia, donde vive. Defendía su elección por nominación directa como parte del grupo de seis delegados/cabilderos que tienen la hercúlea misión de traer la estadidad, aunque sea halada por las crines. Se alega, apoyado hasta ahora por la corte, que no cumple con los requisitos para ocupar el cargo.
Esto fue, entonces, lo que se vio el miércoles: el hombre que iba a gobernar por 12 años antes de apuntar a la presidencia de la primera potencia económica y militar del mundo defendía su elección en un proceso en el que no participó ni el 4% de electores, para un puesto que tiene menos poder real que el de un asambleísta municipal, diciendo que su “domicilio” en Puerto Rico son “dos cuartos” en la casa de sus suegros en San Juan y reconociendo que su empleo es en una empresa de asesoría que fundó él y de la cual él es el único socio y empleado.
Al menos, no dijo en corte -dirán los cínicos que porque estaba bajo juramento- que también anda buscando la cura del COVID-19 o de conferenciante en “múltiples universidades”, como ha manifestado en otros foros.
Se puede apostar que no fue esa la imagen con la que soñó para sí mismo cuando era comparado con el libertador de Israel, ni cuando, después del “contratiempo” de julio de 2019, comenzó a tramar la titánica tarea de resucitar políticamente lo cual empezó, apenas concluida la campaña electoral de 2020, con la contratación de una firma de relaciones públicas que le consiguió la famosa entrevista que el diario The New York Times publicó el 14 de enero de este año.
Vio, después, que su proceso de resurrección podía dar un buen salto, gracias a algo un poco insólito que pasó después de las elecciones de 2020: la Asamblea Legislativa todavía dominada por el PNP aprobó, y la entonces gobernadora Wanda Vázquez firmó, la ley de los cabilderos de la estadidad. El puesto parece hecho a su medida. Se trata, sobre todo, de figurar y en eso a veces él ha sido bueno.
En teoría, lo de los cabilderos era una elección general, pero todo el mundo sabía que solo los estadistas más apasionados irían a elegir una “delegación congresional” cuya única misión es pedir la estadidad. En ese “demográfico”, Rosselló nunca perdió arraigo. Por lo bajo, echó a correr su nombre como candidato “write-in”. Dos días antes de la elección, anunció que, si lo elegían, aceptaba el puesto. Obviamente, ganó.
Solo una cosa le faltó: cumplir con los requisitos para el puesto. Los cabilderos tienen que vivir aquí o en Washington D.C. Él vive, y se probó en corte, en Virginia. Su defensa trató de argumentar que, aunque no pisa Puerto Rico desde el verano de 2019, mantiene su domicilio electoral aquí, en los ya famosos dos cuartos que le prestan sus suegros. Pero le probaron que estaba inscrito como votante en Virginia y nadie puede ser elector en más de una jurisdicción a la vez.
Tropezó de nuevo, pues. Ricky Rosselló fue, otra vez, Ricky Rosselló; envuelto, como siempre, en un ensordecedor zumbido de dudas. Como no vivía en Washington, corrió a alquilar un apartamento en Washington el día después de la elección. Cuando se supo que estaba inscrito como votante en Virginia, corrió a pedir que lo sacaran del registro. La jueza que vio el caso, y que decidió que su elección como cabildero de la estadidad es nula, dijo que su testimonio le pareció “evasivo, vacilante y mendaz”.
El caso fue apelado, con los mismos argumentos derrotados en primera instancia, y de seguro llega al Tribunal Supremo, donde quién sabe lo que pueda pasar. Argumentan a su favor que merecen respeto los que votaron por él. Ya el Supremo dijo una vez, en 1981, que, si un candidato no cumple con los requisitos, no vale su elección, por mucho que lo quieran quienes le dieron el voto.
Fue el caso de Fernando Tonos, exrepresentante popular. En 1980, fue electo legislador -un puesto constitucional con funciones reales- sin la edad requerida. El Supremo de entonces no se dejó inmutar porque cumplía la edad apenas un mes después de que empezara el cuatrienio; simplemente declaró vacante su escaño.
Ya se verá, tal vez, pronto, si aparece una hendija por la cual darle la vuelta a eso. Lo otro interesante de este asunto ya lo vimos en los eventos de los pasados días: dos años después de que el pueblo de Puerto Rico lo botara por sus defectos de carácter, Ricardo Rosselló no ha cambiado ni un poquito y otra vez, por donde quiera que se asoma, trae consigo el ensordecedor zumbido de las dudas.