El Nuevo Día

Sergio Ramírez y nosotros

- Cezanne Cardona Morales Escritor

El anuncio apareció en el expreso PR-22, pocos días después de que Daniel Ortega -el rancio dictador de Nicaragua- ordenara la detención de la novela más reciente de Sergio Ramírez. Lo puso allí, imagino, un detective privado con suficiente sentido del humor y dinero como para pagar un anuncio en una valla publicitar­ia, alta y enorme, justo al lado de una gasolinera entre Cataño y Bayamón. “Huele a cuernos: llámenos”, dice en letras enormes, acompañado de un número de teléfono y un emoji de una mano en señal de cuernos, ese gesto con el que extrañamen­te se igualan los rockeros nostálgico­s y los baladistas masoquista­s. ¿Y qué tiene que ver este anuncio con Sergio Ramírez?

Daré apenas dos razones pedestres: la primera es que el inspector Dolores Morales -el protagonis­ta del libro detenido en la aduana nicaragüen­seen una novela anterior, Ya nadie llora por

mí, se ganaba la vida como detective privado resolviend­o casos de infidelida­des y, de paso, mostraba la demacrada posrevoluc­ión sandinista. La segunda razón es que en la novela El cielo llora

por mí -la primera de la trilogía- al detective Dolores Morales le falta una pierna, símbolo trágico y jocoso no solo porque la perdió en una refriega de la revolución, sino porque su cojera la sostiene una incómoda prótesis de confección cubana; dos fracasos por un mismo precio.

Existe incluso una tercera razón: y es que el secuestro de Tongolele no sabía bailar, la reciente novela de Sergio Ramírez, ha vuelto a poner en escena a un género literario: el policial, el detectives­co o la novela negra -como quieran llamarle-, un género que le sirvió a muchos lectores como remedio ante la resaca del realismo mágico y la novela del dictador. Ya sea porque siguieron al pie de la letra El simple arte de matar de Raymond Chandler o porque Neruda solía leer novelas negras cuando escribía sus famosas Odas elementale­s, lo cierto es que escritores de alto calibre imaginaron detectives con el fin de hacer fracasar sus propias ilusiones, tal vez la infidelida­d más saludable de todas. Pero a diferencia de la novela negra anglosajon­a, que parte de la premisa de que existe un aparato judicial relativame­nte estable, la novela negra latinoamer­icana discurre alrededor de la tesis contraria: la inmutable anarquía estatal. Y esa puede ser la causa de por qué nos resulta tan familiar, por ejemplo, esa escena en la que el inspector Dolores Morales se pregunta cuántas gasolinera­s ha inaugurado el presidente en lo que va de año.

El caso de Dolores Morales no es el único que ronda un régimen totalitari­o, también está el afamado detective Mario Conde, protagonis­ta de varias novelas del cubano Leonardo Padura. No obstante, las últimas andanzas de Mario Conde han sido duramente cuestionad­as por cierta crítica, no tanto por describir el detrito autoritari­o del régimen cubano, sino por volverlo nostálgico y vendible a los bolsillos de esa izquierda ortodoxa latinoamer­icana. Pero el reclamo es peligroso porque la literatura no está hecha para derrocar regímenes ni para complacer el abominable correctism­o tan de moda; “la literatura es una sociedad sin Estado”, nos recuerda un escritor. Y eso lo supo siempre Sergio Ramírez, tanto ahora -que sufre exilio por ridículas acusacione­s de “traición a la patria”- como en su juventud cuando fue vicepresid­ente de Nicaragua. Entonces el género policial se le presentó como una distancia necesaria a su gestión política.

Así nació la novela Castigo divino, un policial histórico que raya en la obra maestra y que se aleja de las consignas del triunfalis­mo sandinista. Luego, con la derrota política y el cambio de mando, vino la lograda y sutil Margarita, está linda la mar.

Aunque el capricho me incline hacia sus perfectos cuentos de béisbol y a ese bellísimo trabajo sobre Rubén Darío y la cocina, es innegable que el único Premio Cervantes centroamer­icano hasta la fecha ha sido consistent­e en refractar eso de que la literatura es la mejor manera de ganar perdiendo. Por eso sorprende que, a pesar de su digna lucha contra el matrimonio sátrapa de Daniel Ortega y Rosario Murillo, Sergio Ramírez aún mantenga -en esta tercera entrega- ese lúcido humor paródico con el que también se ha caracteriz­ado nuestra incursión caribeña en la novela policial. No por casualidad, allá en Nicaragua, existe una versión de nuestro mofongo al que llaman peoresnada.

La literatura no está hecha para derrocar regímenes ni para complacer el abominable correctism­o tan de moda; la literatura es una sociedad sin Estado”

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