El arte de nuestro tiempo
El muchacho cantaba mientras lavaba el Porsche. El dueño del carro le preguntó de dónde sacaba esas canciones. El chamaco respondió que él se las inventaba. El hombre gruñó una palabrota de asombro, y le preguntó si tenía más canciones como esas. El flaco le dijo que sí. El dueño del Porsche sonrió y le dijo: “Yo tengo el billete pa’ poner a sonar tu ‘tuncuntún’ en el mundo entero”.
Lo que acabo de referir vale para todas las ramas del arte. El poder del dinero, más que nunca antes, parece determinar lo que es el buen arte. Lo que debemos patrocinar. Acatamos sin chistar las pautas que nos dicta la industria del entretenimiento, porque no disponemos de las herramientas necesarias para aquilatar el valor estético de una película, una canción, una pintura, una novela. Todo es muy confuso. Es imposible entender los nuevos cánones de calidad que rigen las artes en la actualidad.
El dinero condiciona todo en el cine, la televisión y el teatro. Sin dinero, o con poco dinero, no se llega lejos en ninguno de esos medios de entretenimiento. Si quieres que la gente vea tu película, tu “sitcom” o tu pieza teatral, necesitas meter billetes largos en publicidad. Solo así podrás recuperar, o mejor aún, quintuplicar el dinero invertido en el proyecto. En la carrera por el Oscar, el Emmy y el Tony, las mejores producciones no siempre son nominadas o premiadas. El señor Dinero obra por senderos misteriosos.
En las artes plásticas, todo se decide en función de valores que tienen que ver con el precio de las obras, mucho más que con el valor de la obra en sí misma. Falsos valores que se cuecen a fuego lento en las cenas, los festejos y las degustaciones de vino concertadas por los galeristas, los críticos y los marchantes. Estos personajes influyentes tienen los recursos adecuados para promover a un artista y su obra. Pueden convertir a un pintor del montón en un Picasso.
Muchos de los premios literarios más prestigiosos y lucrativos se negocian entre la entidad auspiciadora, las editoriales y las agencias literarias. Los cientos de escritores que aspiran al premio pierden su tiempo, pues desde antes de hacerse pública la convocatoria del certamen, ya hay un ganador. La novela vencedora es un bestseller instantáneo, y su autor firma ejemplares, concede entrevistas y diserta sobre su obra galardonada, en una concurrida feria del libro.
Ante un panorama tan repugnante como el que acabo de describir, urge establecer unos patrones básicos de lo que es la excelencia, la mediocridad, la originalidad, la repetición, el lugar común, el estereotipo, lo predecible, en todas las manifestaciones del arte. ¿Quiénes se encargarán de esta tarea? Los críticos y reseñistas han desaparecido. La academia languidece. Las revistas especializadas, los programas televisivos culturales, los simposios, los congresos, son cosa del pasado.
En cambio, sí abundan las premiaciones fastuosas en el mundo del espectáculo, con la alfombra roja y los comentarios bobos de las celebridades de turno. A una de esas premiaciones acudió “Honey Biscuit”, el muchacho que lavaba carros. Arrasó con los grammys latinos en la categoría de música urbana.
¿Qué arte podría sobrevivir al margen del arte “oficial”, que es el arte respaldado por las masas y el “establishment”? Tendría que ser un arte sencillo, desinteresado y visceral. Lo engendrarían personas que necesitan cantar, bailar, pintar o escribir para sentirse vivas.
Este sería el verdadero arte “underground”. Transitaría en la dirección opuesta al “establishment”, y pintaría en la pared a la “oficialidad”, cuyo fundamento es el dinero y la fama. La poderosa libertad creadora de ese arte nuevo podría enterrar la zambumbia comercial que nos agobia, y contribuiría a rescatar el buen arte que hemos perdido.
Todo eso suena muy bonito, pero es improbable que suceda. Quisiera creer que el tiempo volverá a poner las cosas en su lugar. Pero ya hemos visto que eso no es posible. En el campo de las artes, el poder del dinero ha conseguido que la fama y el éxito signifiquen lo mismo que la excelencia.