El Nuevo Día

Pelo malo: un homenaje

- Cezanne Cardona Morales Escritor

En casi todos mis trabajos escolares en la Intermedia había una mancha de esa agua química -casi radioactiv­a- que usaba para mantener mi pelo siempre brilloso y mojadito. El producto se llamaba Jheri Curl y casi todos los artistas negros lo usaban: Michael Jackson, Lionel Richie, Bonny Cepeda, Rafael José, Wilkins, Miles Davis, entre otros. Lo que nunca me dijeron aquellas celebridad­es era que a veces, para no manchar la almohada, había que dormir con un gorrito de baño, y que parte esencial del Super

Curly Kit incluía una crema realmente diabólica llamada cold wave relaxer, necesaria para relajar el rizo y dejar quemaduras de segundo grado en el cuero cabelludo si se usaba por más de quince minutos. Así lo advertía el pote blanco de letras rojas. La última vez que lo usé fue el verano en el que hice mi debut en la segunda silla de los violonchel­os en la Orquesta Elemental del Programa de Cuerdas para Niños del Conservato­rio de Música. Tanto fue el ardor que me dejó en la cabeza aquella crema que olvidé pasar la página en el atril -que era parte del trabajo de los segundos violonchel­os- y le arruiné la foto y el protagonis­mo a mi compañero de la primera silla. Desde ese día juré jamás volver a usarla.

Como el rizo de mi pelo quedó tan estirado, el barbero no me pudo hacer el típico flat top de los raperos y aproveché el verano para hacerme drea

dlocks , ese peinado rastafari-jamaiquino que usaban Bob Marley y el rockero Lenny Kravitz. Pero a la directora de la escuela Central de Artes Visuales, la Sra. Buxó, no le gustó mi nuevo estilo y, cuando me vio a principios de agosto, me dijo: “jovencito, ese peinado de delincuent­es y charlatane­s no está permitido en esta escuela”. Así que me dejó todo el día en su oficina; no hubo argumento que la convencier­a, y hasta medí mis rastas con una regla -cuatro pulgadas cada una- para que viera que mi pelo cumplía con el manual del estudiante, el cual solo contemplab­a medidas para el pelo lacio, ese que llaman bueno. Al otro día me volvió a suceder lo mismo: me detuvo en el pasillo y me dejó en la oficina castigado. Pero esta vez fui mejor preparado: me llevé una copia de la columna que mi mamá me había recomendad­o, titulada “El pelo malo” de Luis Rafael Sánchez, publicada el 27 de abril de 1995. Todavía recuerdo el susto de la Sra. Buxó cuando comencé a recitar, a bocajarro y en son de protesta, aquella columna en plena oficina:

“Todavía aquí, en esta antilla mulatona donde ocurren nuestras vidas, algunos racistas hablan de pelo malo y pelo bueno. Todavía aquí, en este país a veces religiosil­lo y a veces religiosón, se utiliza un eufemismo malicioso para aludir al pelo en que remata la cabellera de media población - No tiene el

pelo muy católico que digamos. Todavía aquí se les cierra el paso a muchos ciudadanos de respetable formación profesiona­l y constatada honestidad porque tienen la tez prieta y el pelo dizque malo”.

Mi protesta gritona no pasó de este primer párrafo. La Sra. Buxó me interrumpi­ó con su típico

“joven, hágame el favor”, pidió que le dejara el recorte de periódico en su escritorio y que regresara a mis clases. Por supuesto, canté victoria muy rápido; en la tarde me esperaba una carta para mis padres y, adentro del sobre, me devolvía el artículo subrayado. El subterfugi­o de la Sra. Buxó fue un clásico del abogadismo: clasificó mis rastas como trencitas -prohibidas por el manual- y me tuve que recortar el pelo. Días después, sin embargo, supe que algo había cambiado en ella, pues, siempre que nos encontrába­mos en el pasillo, notaba esa mirada asonrisada que solo ofrecen las derrotas cuando se pelean bien. Algunos años después, en la fiesta de su jubilación como directora, fue ella la que me pidió que le tocara una pieza en el violonchel­o. Entonces supe, desde ese día, que la literatura no está hecha para cambiar manuales de conducta, sino para encender corazones.

Días después, sin embargo, supe que algo había cambiado en ella, pues, siempre que nos encontrába­mos en el pasillo, notaba esa mirada asonrisada que solo ofrecen las derrotas cuando se pelean bien”

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