El entierro de Cortijo y su juvenil cronista: cuarenta años después
Versión abreviada del Prólogo de la edición conmemorativa de El entierro de Cortijo, publicada por Ediciones Emergentes en ocasión de los cuarenta años de la publicación original.
Releyendo mi crónica, casi cuarenta años después de publicada y cuarenta años después de escrita, me asombra, ¡todavía!, algo que siempre adiviné estuvo ahí, pero que, al no querer mirar para allá, so pena de desencanto, había olvidado. Escribí la crónica, la publiqué y nunca la releí, excepto alguno que otro fragmento (casi siempre el diálogo de Ismael Rivera con el Cortijo yacente) para alguna lectura, principalmente ante público estudiantil. Prefiero hoy, en esta revisión hecha para lo que supongo será una versión definitiva, señalar lo que me sigue gustando, y hasta asombrando, de esta obra todavía juvenil, escrita a los treinta y seis años.
Escribí esta crónica a partir de los apuntes apresurados que hice apenas llegué a mi casa, después del entierro. La redacción propiamente no recuerdo que haya tardado más de una semana. Es decir, esta obra siempre tuvo la frescura de los detalles, algo de la urgencia del reportaje periodístico. Aunque no la escribí para algún periódico, como otras, contiene cierta premura informativa.
Ahora bien, lo que más me asombra es la presencia de ese yo fuerte, ese temperamento que bien se ajusta a las exigencias de una buena crónica. Todo eso está en el tono, la actitud en la voz del cronista, equidistante entre la ironía satírica, el pensamiento, la observación y la ternura. Es una mirada abierta a los alrededores, y a lo que está ocurriendo en el entierro, pero desde la interioridad. Y esa visión que a veces ocupa hasta la intimidad del cronista un poco a la manera del “dandy” proustiano siempre permanece dudosa, incierta, nada autoritaria, inclinada, aunque con notables compases de espera, a la observación. Ya cuando pensamos que el narrador caerá en el ensimismamiento, se alerta para testimoniar lo que ocurre a su alrededor.
La aventura de captar el asalto del habla callejera, las “voces de la tribu”, a veces alcanza esa cualidad de “monólogo interior” que casi se va en fuga hacia el “flujo de conciencia”, aquel “stream of consciousness”; lo cual evidencia que todavía el vanguardismo de Jack Kerouac, por ejemplo, estaba cerca de mis paradigmas literarios. La intimidad de esa voz, sin embargo, tiene siempre una especie de “cámara en mano”, dispuesta para captar lo que ocurre de cerca, y con la mayor veracidad. Esa primera persona de observador se mantiene pendiente, porosa, ahí colocada en el sitial privilegiado conformado por el cronista. Su monólogo interior es avasallado por la multiplicidad de voces que se escuchan; es un punto de vista muy original, quizás único en nuestra literatura.
El cronista está presente y también es un “médium” de las voces a su alrededor. Pauta las “marcas” de la época mediante la observación: modas, números musicales, agrupaciones, fechas memoriosas del guaguancó, la plena y la salsa; lo más asombroso, sin embargo, es el flujo rítmico de esa prosa, cómo la voz del cronista es transida y transitada, también, por la prosodia del habla popular llevada a la escritura. Las ocasiones en que el cronista “apostrofa”, se dirige al Cortijo yacente, y a otros protagonistas del entierro, es como si la multitud hablara a través de su voz o, al menos, esa es su pretensión vanidosa.
Observa, u observó todo a su alrededor, ¡todo lo que pudo! Pero entonces, ese escritor joven, y a las veinticuatro horas, ya estaba en ánimo ensayístico, aclarando y construyendo los significados de todo aquello que presenció. Ahí reside la diferencia, justo ahí, entre el reportero y el cronista. El ensayista ha improvisado desde la observación reciente, afila el pensamiento hacia posibles aforismos, buscando el sens, los significados de todo aquello que presenció. El lema de todo esto será algo expresado en la misma crónica: “Sálvese lo que pueda salvarse entre el momento vivido y la crónica escrita”.
Ese flujo rítmico, interrumpido solo por los puntos suspensivos, conforma una escritura densa, de textura barroca, en la cual se intercalan voces y cosas, estas en forma de detalles elocuentes: las cursivas que marcan las voces se tropiezan con los detalles irreductibles: doy como ejemplo el manejo de Cheo Feliciano e Ismael Rivera en torno a las manos de Cortijo muerto, el rosario, aquella tela de tul que cubría el cadáver; la “cámara en mano” aquí se acerca hasta lograr distancia impertinente, entrometida e insolente. La perspectiva es la del intruso, la actitud, el tono de la escritura, se desenvuelve entre la distancia irónica y la cercanía compasiva. Esta incertidumbre en el tono es característica del barroco como propuesta literaria.
*** Remontando la cuesta hacia el cementerio de Villa Palmeras, el cronista nos ofrece su ideario de cómo retratar la multitud. A la manera de Proust cuando habla de los espacios citadinos disímiles captados mediante el arribo en tren o la llegada en automóvil, el cronista discurre sobre las panorámicas y los acercamientos a la Brueghel o El Bosco, cómo, cámara en mano, intenta la semblanza de los individuos en los rincones de la multitud; el cronista está presente lo mismo para testimoniar los trámites mortuorios del Cardenal que para ensimismarse al enfocar en la figura de Santitos Colón. Quiere que se sepa que sí estuvo allí, que cámara en mano se acercó, también, a las arrugas de Pellín Rodríguez. Cuando apostrofa a Cortijo, en los comienzos de la crónica, ya se prefigura esta “fijación” al caracterizar las personalidades musicales del entierro.
Se encuentra con su hermano, el Chiqui innombrado en esta crónica, y su imaginación vuelve a escaparse hacia una fotografía de los dos hermanos, tomada frente al Capitolio en 1949. En el encuentro algo furtivo con un excompañero de estudios, Gabriel Mézquida, se arroja luz sobre esta crónica, los entusiasmos y rechazos de la anterior que sirvió de modelo para esta, la crónica mortuoria original, Las tribulaciones de Jonás; aquella semblanza de Luis Muñoz Marín como patriarca de un país en vías de desaparición se contrapone a la del plenero, en cuyo entierro ya se anticipa un Puerto Rico distinto. El entierro del padre del Puerto Rico moderno se cruza con el porvenir de un país conflictivo.
El entierro de Cortijo es una exaltación de las semblanzas, gestos, voces, poses y presencias de la calle puertorriqueña y antillana; es un libro, sobre todo, de esas actitudes que nos definen. El cronista ha llegado para testimoniarlas. Ese escritor joven, todavía “novelero” y novedoso, se situó entre el acontecimiento en sí, es decir, el entierro, la narración de este, y lo que reconoció como una ocasión única.
El mejor homenaje a El entierro de Cortijo fue una llamada telefónica que recibí del timbalero y director de orquesta salsera, Willie Rosario, en la que me aseguró: “En ese libro aparecimos los que nunca hemos aparecido en los libros”.
“‘El entierro de Cortijo’ es una exaltación de las semblanzas, gestos, voces, poses y presencias de la calle puertorriqueña y antillana. Es un libro de esas actitudes que nos definen”
En Miramar
A 14 de marzo de 2022