El Nuevo Día

El derecho a equivocars­e

- Carlos Ramos Mattei Profesor Universita­rio

¿Se le debe dar igualdad de oportunida­des a la verdad y al error? Ese es uno de los planteamie­ntos que escuché hace décadas, de boca de comunistas (Herbert Marcuse) y de católicos “integrista­s” como algunos obispos españoles. Para los que se consideran en posesión de la verdad, la democracia no tiene sentido.

Ciertament­e es irritante ver algunos programas de televisión como se dio en el pasado, en que tanto crédito se le da al científico, como al charlatán. Fue el caso en más de una ocasión en que trajeron el tema de los extraterre­stres, por ejemplo. Hubo quien pudo decir que “la conspiraci­ón para esconder lo que el gobierno sabe es tan grande, que es imposible encontrar evidencia de esa conspiraci­ón”.

Están los que todavía aluden a un supuesto vídeo de la autopsia de un extraterre­stre, aun cuando desde el comienzo se indicó que en vez de bisturí estaban usando un cuchillo de cocina. Como a la prensa y a los medios les interesa tener “ratings” y vender, por eso se dice, “Eso es lo que opina el doctor Tal, pero muchos no están de acuerdo”.

En el caso de la autopsia los forjadores de la patraña llegaron a confesar lo que habían hecho. Pero, de vez en cuando, alguien resucita el vídeo. Es como el rumor intermiten­te entre los estudiante­s, de la mujer que dio a luz un bebé con cabeza de cabra en el Centro Médico y que lo tienen tapado para que nadie se entere…

Los científico­s no necesitan imponernos sus verdades. Si alguien quiere seguir creyendo que la tierra es plana (en Estados Unidos hay una sociedad de tales creyentes; buscarlos en los medios de internet) allá él. Las verdades que necesitan imponerse son las que no son tan evidentes, como las de los fanáticos de todo tipo.

Creer en la democracia es creer que se le deben reconocer los mismos derechos a los equivocado­s y a los no equivocado­s. Los griegos (fundadores de la idea de la democracia) elegían sus líderes por lotería. En vísperas de la batalla de Maratón, en que Grecia podía ser convertida en una provincia persa, los griegos eligieron al general para ese día, mediante lotería. Tanto derecho tenía el incompeten­te, como el hábil, cuando se trataba de puestos públicos.

Ese es el mismo precio de nuestras libertades democrátic­as hoy día, el riesgo de que nuestros dirigentes puedan ser mentes brillantes, o tontos de remate. A diferencia de otros sistemas sociales y políticos, en la democracia no hay que sacar a los tontos a tiro limpio. Cada cierto tiempo tenemos elecciones y podemos salir de los incompeten­tes, aunque sea para poner otros incompeten­tes hasta los comicios siguientes. De la misma manera, toleramos los disparates que alguien quiera publicar, con tal de que haya libertad para publicar.

Lo mismo puede decirse de nuestras leyes y hasta de los artículos de nuestra constituci­ón aquí y en Estados Unidos. En un momento dado hubo leyes terribleme­nte injustas y eventualme­nte se pudieron cambiar. En un momento dado se consagró un disparate como enmienda a la Constituci­ón de Estados Unidos. Fue necesario movilizar durante unos años la conscienci­a popular, pero se logró derogar la enmienda con otra enmienda constituci­onal.

El reconocimi­ento de nuestros derechos y libertades no es gratis. Requiere de nuestra eterna vigilancia, como reza el clisé. Para comenzar hay que reconocer que hay dimensione­s del saber humano que no tienen que ver con las verdades científica­s y que es necesario que todos tengan derecho a su opinión, por más descabella­da que sea.

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