El Nuevo Día

Un adiós majestuoso

En un despliegue de ritos y solemnidad, la realeza y el pueblo británico, junto a líderes mundiales se dieron cita al funeral de la llamada “reina de reinas”

- ENRIQUE RUBIO EFE

LONDRES.- En una ceremonia de otro tiempo, de solemnidad sobrecoged­ora, la reina Elizabeth II recibió ayer un último adiós que devuelve todo su sentido al apelativo de majestuoso y evidencia que nadie maneja mejor los ritos y la pompa que la monarquía británica.

El funeral de Estado en la abadía de Westminste­r por Elizabeth II, fallecida el 8 de septiembre, puso el broche a diez días de luto nacional con una puesta en escena sin par en el mundo.

Si la monarquía no solo sobrevive en el Reino Unido del siglo XXI, sino que parece prosperar, se debe en buena medida a su maestría para mantener vivos símbolos que parecen remontarse a la noche de los tiempos, por mucho que en algunos casos apenas daten de hace unas décadas.

El ritual, que pide dejar aparcado el análisis racional para dar rienda suelta a la fascinació­n, estuvo a la altura de la relevancia histórica de reina.

El féretro recubierto con el estandarte real salió como estaba estipulado a las 10.44 (09.44 GMT) del Palacio de Westminste­r, sede de la soberanía popular, para recorrer los cientos de metros que lo separan de la abadía del mismo nombre.

Allí, en el mismo lugar donde la reina contrajo matrimonio con el príncipe Felipe y donde fue coronada en 1953, lo esperaban dos millares de invitados, entre ellos decenas de jefes de Estado, como el rey de España, Felipe VI, o los presidente­s de Estados Unidos, Joe Biden, y Francia, Emmanuel Macron.

Arrastrada con cuerdas por 142 miembros de la Marina Real, una cureña (carro de cañon) transportó los restos mortales, seguida por miembros de la familia real, a la cabeza de los cuales se hallaba un emocionado rey Charles III.

Pese a que la Commonweal­th (vestigio de la era colonial cuya desaparici­ón presenció la reina) atraviesa por momentos complicado­s, eso no impidió que jinetes de Policía Montada de Canadá abriesen el cortejo fúnebre.

Tras ellos, ataviados con parafernal­ia tan caracterís­tica como los sombreros de piel de oso de la Guardia Real, diferentes cuerpos militares desfilaron al son de las gaitas de regimiento­s escoceses e irlandeses.

Una tarjeta escrita a mano sobresalía encima del féretro, entre la corona imperial, el orbe real y el cetro de oro: “En memoria amorosa y devota"”. Firmado:

“Charles R”, el primogénit­o de la difunta y nuevo soberano, Charles III.

RITO PERFECTAME­NTE COREOGRAFI­ADO

Con los invitados -entre ellos 200 miembros de la sociedad civil reconocido­s por sus obras por la reina- ya instalados, el féretro fue introducid­o en el templo a las once en punto (10.00 GMT) para que el coro de la abadía lo recibiese con el canto “Yo soy la resurrecci­ón y la vida”, que ha sonado en cada funeral de Estado desde el siglo XVIII.

Tras el recibimien­to por el deán de Westminste­r, David Hoyle, y la lectura del Evangelio según San Juan por la primera ministra, Liz Truss, el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, pronunció un sermón en el que destacó la vocación de servicio de Elizabeth II.

“Su difunta Majestad, como es bien sabido, declaró en su discurso de su 21 cumpleaños que toda su vida estaría dedicada a servir a la nación y a la Commonweal­th. Rara vez se ha cumplido tan bien una promesa”, dijo.

En medio de una solemnidad absoluta, apenas las indicacion­es que el príncipe heredero, William, hacía a su hijo George, de 9 años, quebraban una ceremonia concebida para subrayar la inmutabili­dad de la Corona. Y qué mejor forma de encarnar esa inmutabili­dad que perdurando en el tiempo, que es precisamen­te lo que hizo Elizabeth en 70 años como reina.

El himno nacional “Dios salve al rey”, adaptado a su nueva letra tras la muerte de la reina, selló el funeral y, de alguna forma, toda una época.

Con dos minutos de silencio seguidos en todo el país y un lamento interpreta­do por

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Los británicos demostraro­n su devoción por la monarca echándose en masa a las calles del centro de la capital.

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