Optimizar la infraestructura vial de Puerto Rico es vital
La escena se ha repetido en montañas y costas de numerosos pueblos de Puerto Rico: carreteras colapsadas, calles de urbanizaciones con socavones y vías arrastradas por deslizamientos de tierra que mantienen a familias incomunicadas. La infraestructura vial, ya comprometida tras el paso del huracán María en 2017, ha quedado mucho más dañada, con la consecuente repercusión en el quehacer cotidiano.
Por lo menos 17 tramos de carreteras quedaron cerrados tras el golpe del huracán, según datos oficiales. Al menos dos puentes de cemento colapsaron en Utuado. Tal vez la imagen más icónica del impacto sobre la infraestructura vial de las lluvias traídas por Fiona es la del puente provisional en la carretera PR-123, inaugurado en 2018 a un costo de $786,171 luego de que otro colapsara durante el huracán María.
Se ha indicado que este tipo de puente puede resistir hasta 75 años. Es oportuno verificar si su planificación tuvo en consideración los riesgos de las crecidas históricas del Río Grande de Arecibo y las escorrentías producto de grandes eventos pluviales, repetidamente anticipados por expertos climáticos.
No podemos seguir subestimando la crisis climática y las particularidades de la topografía isleña a la hora de construir puentes y carreteras. Durante los pasados cinco años, y desde mucho antes, expertos han vaticinado las altas probabilidades de que viviéramos lo ocurrido con Fiona. Términos como “lluvias de cien años”, “eventos de cada 500 años”, han ido quedando en el pasado a medida que se acelera el cambio climático.
En una isla donde prácticamente para todo es necesario viajar en auto -de por sí una deficiencia de planificación-, el grave daño que las lluvias torrenciales del huracán Fiona ocasionaron en puentes y carreteras pone nuevo orden a las prioridades de la reconstrucción de la isla. Las proporciones del impacto ameritan una visión integrada y de largo alcance de la infraestructura que necesitaremos, tomando en cuenta no solo las metas de desarrollo económico y humano, sino la emergencia climática.
Las más de 18,300 millas de carreteras que recorren la isla permiten el transporte de víveres y equipos de producción; y hacen posible que la gente vaya a trabajar, los niños a la escuela, y los enfermos a sus citas médicas y hospitales. También nos posibilitan el disfrute de la belleza de nuestra isla cuando vamos de paseo. Pero pueden convertirse rápidamente en trampas, como evidenció el desastre dejado por Fiona.
Por otro lado, las carreteras tienen funciones más allá de las obvias, una multiplicidad de usos que deben ser tomados en cuenta a la hora de planificar la construcción de mejores vías. Bien diseñadas, las carreteras pueden cumplir usos ecológicos y ambientales. O pueden añadir problemas si no se consideran esos aspectos. Por ejemplo, la cubierta de asfalto y cemento puede empeorar los problemas de inundaciones urbanas y las escorrentías que arrastran sedimentos a nuestras cuencas hidrográficas. Por el contrario, pueden ser aliadas en la mitigación con tecnología de punta y métodos no tradicionales como la integración de la infraestructura verde y natural, maximizando el uso de los fondos federales.
Para actuar, el gobierno de Puerto Rico no tiene necesariamente que esperar por los recursos que el gobierno de Estados Unidos asigne por el huracán Fiona, pues cuenta con partidas dirigidas a atender los daños del huracán María. Tiene, además, $900 millones asignados por la nueva ley federal bipartita que exige acción con esos dineros en un periodo de cinco años.
Ese estatuto impone dos encomiendas muy específicas que es importante atender: edificar infraestructura resiliente ante la crisis climática, en este caso, creando seguridad vial; y atender la equidad, apoyando a las comunidades en mayor desventaja. La puesta en vigor de este marco legal federal es, a su vez, una ruta oportuna para crear empleos.
Urge voluntad y sentido de celeridad para emprender la optimización de la infraestructura vial.