El delicado balance de la planificación post-Fiona
En Puerto Rico la mala planificación acumulada a través de décadas nos está pasando factura. Uno de los temas más protagónicos de nuestra vulnerabilidad lo es el de la vivienda. Parte del problema ha sido la corrupción de desarrolladores que actúan en contubernio con funcionarios inescrupulosos. Sin embargo, eso no representa la totalidad del dilema como muchos piensan.
Tenemos cientos de miles de casas construidas por las propias familias quienes, aunque se crean arquitectos o ingenieros, no lo son. Cada cual resuelve como puede, pero la realidad es que esas viviendas representan una parte significativa de nuestra fragilidad ya que fueron hechas sin una evaluación del terreno, ni de la carga que conllevaban para la infraestructura pública, ni un diseño adecuado, ni un permiso de construcción. Así las cosas, terminamos con comunidades enteras construidas con columnas de altura irregular en laderas con caminos altamente susceptibles a deslizamientos, o en zonas inundables. De igual forma, tenemos un número demasiado grande de viviendas que no cumplen con códigos de construcción para resistir vientos huracanados o terremotos.
Gracias a nuestra ideología paternalista esas construcciones fueron legalizadas al otorgarles luz y agua, ya que las agencias del Estado han cedido históricamente a la presión electoral que representan las familias. Así hemos adoptado el refrán tan generalizado de que aquí “es mejor pedir perdón que pedir permiso”. No hemos aprendido de los desastres pasados como el de Mameyes.
El huracán Fiona acaba de lastimarnos heridas que no han cicatrizado desde hace cinco años. Nuestra memoria colectiva se divide entre Antes de María y Después de María. Todos hemos llegado a aceptar la idea de que Puerto Rico debe fortalecerse para resistir mejor estos fenómenos, pero las palabras “resiliencia” y “planificación” se han prostituido tanto que ya casi pierden su significado.
Se podría decir que el ejercicio de la planificación es un arte entre la tecnocracia y la democracia, y reconciliar esas fuerzas que a veces tiran en direcciones opuestas resulta un reto. No obstante, es un cambio cultural absolutamente necesario en nuestro país.
¿Qué es lo que significa esto en términos prácticos? Que en Puerto Rico tenemos comunidades enteras que deben ser reubicadas y no reconstruidas, especialmente las que ubican en áreas donde la costo-efectividad de la infraestructura se reduce al punto de ser una carga demasiado onerosa para el erario. Esto resulta fuerte de asimilar porque en Puerto Rico tenemos una tradición anti-urbanística que ha romantizado la vida rural y pobre como símbolo más auténtico de lo puertorriqueño. Por lo tanto, cualquier estrategia que cuestione la permanencia de una comunidad que ubica en una montaña de difícil acceso, o en una zona rural que se inunda, se interpreta como un ataque al corazón de nuestra identidad como pueblo. Sin embargo, no puede haber cambio haciendo las cosas de la misma manera.
El señalar el problema de la vivienda mal construida (ya sea porque no cumple con códigos o porque ubica en terrenos no aptos, debido a deslizamientos o inundabilidad) no puede limitarse a los casos llamativos como los de los condominios donde viven personas de un mayor poder adquisitivo. Nuestra vulnerabilidad en la vivienda, desde la perspectiva de diseño y suelo, trasciende líneas socioeconómicas. Por lo tanto, tenemos que evolucionar hacia un esfuerzo más técnico y menos ideológico porque, tanto una perspectiva elitista como una populista hacen que desatendamos una parte importante del problema que se queda sin resolver.
En Puerto Rico tenemos una tradición anti-urbanística que ha romantizado la vida rural y pobre como símbolo más auténtico de lo puertorriqueño”