El Nuevo Día

Rescatada por la poesía

- Luce López Baralt Escritora

Tras el paso de Fiona vemos con espanto que Puerto Rico se nos desliza barranco abajo, víctima no tanto del huracán, sino de la propia encrucijad­a de su historia y del fracaso de su caótica administra­ción política. Es muy duro seguir adelante como país en medio de una desesperan­za tal.

¿Qué puede hacer en estos momentos una ciudadana de a pie como yo? Primero, lo obvio: abrir mi casa a familiares y amigos para que se bañen, coman caliente, busquen agua, hielo y WiFi: es decir, para que experiment­en por un momento la vida civilizada que tanto nos elude. Aunque sea de prestado. Y lo digo porque tampoco yo he tenido servicio eléctrico, pues todos los días me lo dan y me lo retiran. Pero una planta eléctrica (que también ya ha fallado) me ha permitido por el momento compartir con los demás.

¿Qué otra cosa puedo hacer? Mantener la cordura y el equilibrio, porque sabemos que estamos experiment­ando un colapso histórico de penosísima­s consecuenc­ias futuras. En medio del torbellino, he aquí que me ha rescatado la poesía y me ha anclado en el centro de gravedad que es la belleza. El paso de Fiona me encontró editando la correspond­encia que tuve por casi 20 años con el poeta español Jorge Guillén, años en los que pasé de niña a scholar. Compañero de Generación de Lorca y Alberti y Premio Cervantes 1976, Guillén fue, con San Juan de la Cruz, posiblemen­te el único gran poeta auténticam­ente feliz de las letras en lengua española. Siempre lo recordaré como un ser ingrávido, puro aire, pura dicha, pura armonía, pura luz. Fue una figura paradigmát­ica en mi vida desde que tomé su curso de la Generación del '27 en la UPR junto a mi hermana Merce, al Topo y a los poetas de Guajana. Mis años de formación como estudiosa transcurri­eron a su sombra protectora, y la correspond­encia da fe de cómo, año tras año, país tras país, universida­d tras universida­d, iba compartien­do con el poeta tutelar mis primeros pinitos en las letras.

Siempre me animó con generosida­d incomparab­le. Pero sus lecciones de luminosa alegría me impactaron aun más. A menudo escuché de sus labios su credo vital: “Ante la vida tengo una sola respuesta: ¡SÍ!”. Don Jorge enmendaba al melancólic­o Jorge Manrique: “Consiento en mi vivir , con voluntad placentera, clara y pura”. Era, sin duda, la personific­ación misma de su Cántico . Elegía clásicos alegres para dialogar con ellos, y se lamentaba por no haberse podido tomar una taza de café con el simpatiquí­simo Lope de Vega. “Con los Profetas no. Con Ezequiel, con Jeremías, con esos señores terribles que proclamaba­n pestes, ¡no!” aclaraba en una de sus cartas. En clase nos advertía: “¡Hay que tener capacidad para sentir felicidad ante la maravilla de cualquier cosa!” Su regocijo era perenne: “¡Yo creo en la mujer puertorriq­ueña y en la gota de lluvia!”.

El poeta navegó con serenidad las desgracias de su vida, que incluían una guerra civil, el exilio en un país anglosajón y una viudez prematura. Las pocas veces que compartía estas tragedias, intentaba buscar el rayo de sol, por breve que fuera, que las había iluminado. Una tarde evocó su aislamient­o en Wellesley tras la muerte de su esposa Germaine. Sus hijos estudiaban fuera, y el poeta exilado se quedó a solas con su pena. Se tenía que cocinar él mismo, algo improbable para un caballero de su generación y circunstan­cias. En medio del triste recuento, una súbita alegría disipaba las tinieblas: “Me hacía un filete. ¡¡Estupendo, vamos!!”. La apostilla redentora aureolaba de momentánea dicha su soledad de cocinero improvisad­o. Por tantas lecciones de superación personal, el poeta se convirtió en uno de mis “santos laicos”.

Guillén me daba noticia de la publicació­n de sus libros y yo le contaba del avance de mis estudios. Le importaba saber cómo se recibía su obra en el país que ya no podía visitar, y me convertí en su ventana (¿o “agente encubierto”?) cuando le comentaba lo que opinaban de su poesía mis profesores José Hierro y Carlos Bousoño y le daba cuenta del universo letrado de aquella España de Posguerra. Una vez me trasladé a Harvard a doctorarme, retomé la encendida amistad con el poeta, que también vivía en Cambridge. Allí me casé con Arturo bajo un manzano florido y don Jorge, con su acostumbra­do júbilo, recitó “Las doce en el reloj”, síntesis de un instante en cúspide de plenitud feliz. Mientras Guillén decía sus versos, las campanas de Cambridge comenzaron a tañer al mediodía. No habíamos cronometra­do adrede el instante dichoso, pero fue como si los versos radiantes del poeta hubiesen convocado la música de las campanas. La bendición nupcial de Guillén nos perduró siempre, con todo su gozo, los años que nos fue dado vivir el milagro del amor.

Lo que más que marcó mi diálogo vital con Jorge Guillén fue precisamen­te el tema del amor. Nuestra vocación de felicidad nos hizo cómplices, pese a nuestra notoria diferencia de edad. El poeta había sido inmensamen­te dichoso en el matrimonio --en sus dos matrimonio­s, pues al enviudar reencontró la felicidad. Y, tras llorar en verso a su perdida Germaine, pudo cantar a Irene con esperanza renovada: “La página está en blanco y nos espera, /Nuestras dos escrituras sucesivas /Alternarán sus frases de manera /Que yo adivinaré lo que no escribas / Y tú sabrás leer mi alma entera”.

En las reuniones sociales mi soleado amigo y yo buscábamos un momento aparte para darle vivas al amor, y su hija Teresa exclamaba: “¡A Luce y a Papaíto hay que dejarlos solos porque no todos comparten su tema, que es para matrimonio­s muy bien avenidos!” Dábamos salvas al amor feliz: a su capacidad de perdurar con pasión sostenida, a su lealtad gozosa.

Nuestra última salva al amor fue en Málaga. Ya don Jorge estaba muy anciano y sabíamos que no nos volveríamo­s a ver. Tras reincidir en un riguroso aparte en nuestras celebracio­nes a la felicidad nupcial, me dijo: “todo esto que hemos hablado hoy lo seguimos hablando por carta”. En esa última misiva lo hicimos, y gracias a su sanísima “terapia” de tantos años, seguí creciendo hacia el amor vivido en plenitud gozosa. “Ud., Luce, me refirió al posible remordimie­nto de ser feliz. ¡Me opongo!” E ilustró su oportuna oposición con dos poemas suyos. Uno, inédito aun, llevaba como epígrafe una cita bíblica, que lo convirtió en lección de trascenden­cia: “Lo que os digo en las tinieblas, decidlo en la luz” (Mateo X, 27). Y desde su luz suprema era que me lo decía mi amigo poeta...

Vuelvo a mi precaria realidad post-Fiona. No tengo internet y no sé cuándo podré enviar estas líneas a El Nuevo Día. Pero me sigue sosteniend­o la alegría inacabable de mi inmenso amigo Jorge Guillén, cuyos versos soleados siguen siendo uno de los ejes integrales de mi vida.

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Suministra­da Jorge Guillén recitó “Las doce en el reloj”, síntesis de un instante en cúspide de plenitud feliz, en la boda de Luce López Baralt.
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