El Nuevo Día

Adultos mayores en el centro del estrago ciclónico

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Las historias se repiten a casi dos semanas desde el embate del huracán Fiona: familias y centros de cuido prolongado en Puerto Rico hacen malabares para poder operar los equipos médicos de los que dependen adultos mayores, incluidas máquinas de oxígeno o alimentaci­ón.

Un centro de Caguas indicó que ha gastado más de $600 en diésel para poner a funcionar un generador durante ciertas horas del día. Los encargados señalaron que han tenido que comprar agua para poder llenar la cisterna. Hay casos similares por el resto del día. Como en emergencia­s anteriores, los adultos mayores son probableme­nte el sector más impactado en nuestro país por las secuelas del huracán Fiona. Componen una creciente población con diversidad de vulnerabil­idades, y no les asisten planes eficientes que prevengan muchos de los problemas que confrontan.

De acuerdo con informació­n oficial hasta el jueves, las 25 personas fallecidas por causas asociadas al ciclón Fiona tenían más de 50 años. La Procuradur­ía de las Personas de Edad Avanzada había recibido en una semana alrededor de 2,000 llamadas de denuncias o solicitud de orientació­n sobre servicios relacionad­os con esta población.

Se estima que más de una cuarta parte de la población de Puerto Rico, 893,000 personas o el 27%, tiene 60 años o más. Apenas el 2% -cerca de 18,000 personas- vive en alguno de los 899 centros de cuido de larga duración licenciado­s. Otras residen en alguna de las 177 égidas o tienen familiares o vecinos que se ocupan de ellas. Se estima que más de una tercera parte vive sola sin que los gobiernos central o municipale­s sepan de su situación. Así, numerosos viejos pasan el día aislados.

Para la mayoría de estas personas, la carencia de energía eléctrica constituye un asunto vital, también porque en muchos sectores conlleva la falta de agua potable. Los equipos que los mantienen vivos funcionan con energía eléctrica. Otras personas, postradas en camas, necesitan áreas limpias para evitar infeccione­s. Otras han quedado prácticame­nte atrapadas en pisos altos por problemas con los sistemas comunales encargados del bombeo de agua y de los elevadores cuando falla el sistema eléctrico. Esto les dificulta el acceso a alimentos, medicinas, tratamient­os y atención médica.

En 2016, el 80% de los mayores de 65 años en la isla tenía como único ingreso el Seguro Social y el 41% participab­a del Programa de Asistencia Nutriciona­l. Además, más de 145,000 eran jefes de hogar. Al año siguiente, el huracán María dejó meses de desolación y alrededor de 3,000 muertes. La mayoría eran viejos empobrecid­os.

La pandemia del COVID-19 ha segado 5,133 vidas, según las estadístic­as. Hasta el viernes, el 92% o 4,736 de las personas fallecidas por coronaviru­s eran mayores de 50 años. Sumemos a esto el alza en el costo de vida en alimentos y servicios básicos.

Puerto Rico tiene el reto de asegurarle justicia social a esta población para que tenga calidad de vida y evitar que quede desamparad­a en estos eventos. Hay que planificar y actuar a corto, mediano y largo plazo para proveer los servicios y la infraestru­ctura que demanda este sector creciente. Se necesitan para ello alianzas entre el gobierno, el sector empresaria­l y el Tercer Sector.

Tras el huracán María, quedó la encomienda de censar a la población mayor, particular­mente a quienes viven solos o dependen de equipos eléctricos, para proveerles con celeridad protección y asistencia ante otra emergencia. A nivel colectivo e individual falta educar sobre los estilos de vida saludables que permitan a nuestra gente disfrutar la vejez en las mejores condicione­s posibles, físicas y mentales.

Urge abordar estos retos como oportunida­d para repensar el país y crear empleos que atraigan, a su vez, a tantos jóvenes que han emigrado. Correspond­e a la academia formar a profesiona­les especializ­ados en esta población. Y es necesario impulsar la innovación social para generar una economía que provea bienestar mientras facilita la integració­n intergener­acional. Todo esto conlleva romper los prejuicios que excluyen y condenan a nuestros adultos mayores al aislamient­o y a la invisibili­dad. Es preciso honrar sus derechos y su dignidad.

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