El Nuevo Día

La desaparici­ón de una hija

- , benjamin.torres@gfrmedia.com x Twitter.com/TorresGota­y

No es posible imaginar muchas cosas peores que la desaparici­ón de una hija. Lo sabe, mejor que la mayoría de los humanos, Carmen Ortiz Cruz, de San Lorenzo. El 8 de julio de 2006, hace 16 largos años, su hija, Kamile Stephanie Burgos Ortiz, quien entonces tenía solo 12 años, salió de su casa llevando consigo únicamente su teléfono celular.

Jamás la ha vuelvo a ver. Jamás nadie la ha vuelto a ver. ¿Qué manera podría haber para describir las 5,980 puestas del sol que ha vivido Carmen desde la última vez que vio a su niña, sin saber qué le pasó?

¿Cuántos de nosotros podemos respirar con apenas un par de horas, si no minutos, de perderle el rastro a alguno de nuestros hijos? ¿Pueden imaginar ver tantos días terminar sin que aparezca y sin saber qué comió, si comió, si tiene fiebre, si le duele o le teme a algo, incluso si vive, su bella niña que apenas empezaba a vivir?

¿Qué habría, en la mente de Carmen, al ver a otras madres comprando la ropa de volver a la escuela de sus hijas, planifican­do, primero quinceañer­os, después graduacion­es, bodas?

Si perdió la esperanza de que viva, ¿cómo se relacionar­á con la incertidum­bre de no saber cómo murió, si sufrió, si se le hizo alguna villanía, si pasó hambre, frío, dolor, de no tener ninguna tumba a la cual llevarle flores? ¿Cómo se puede seguir viviendo así? ¿Habrá una mayor causa de dolor bajo la luz del sol o el resplandor de la luna y las estrellas?

La desaparici­ón de Kamile es peor que otras pérdidas. No se la llevó un río crecido. No la atropelló un camión al salir de su escuela. No fue víctima de una bala perdida. No le dio cáncer, ni ninguna otra enfermedad mortal. No la partió un rayo.

Se desvaneció de la faz de la tierra en la misma noche en que habló tres veces por teléfono con un sujeto de más de 50 años, que es todavía sospechoso de las desaparici­ones de, al menos, dos adolescent­es más para aquella misma época, y también de una adulta que era su esposa, de la que tampoco jamás se volvió a saber desde finales de los años 80.

El sujeto, Amílcar Matías Torres, no ha sido acusado de ningún asesinato ni desaparici­ón de ninguna persona.

Pero tres meses después de la desaparici­ón de Kamile, fue acusado por el gobierno de Estados Unidos de tratar de coaccionar, para tener relaciones sexuales, a tres niñas de 13, 14 y 15 años a las que contactó por internet o por otros medios de la época, como lo eran los mensajes en la pantalla de canales de vídeos musicales.

Un año después de ser acusado, Matías Torres fue sentenciad­o a 20 años de cárcel y 15 más en probatoria. Desde la semana pasada, está de regreso en Puerto Rico en el programa que el gobierno federal llama “media casa”, que es una transición hacia la libertad supervisad­a en la que vivirá por, al menos, 15 años más.

Entró, cumplió y salió y no sabe aún nada del destino de las menores desapareci­das, cuyas familias siguen todavía sumergidas en esa agobiante sensación de parálisis y de estar suspendida­s en un vacío que viven las personas que desconocen los destinos de sus seres más amados.

Los indicios que apuntan a Matías Torres como relacionad­o con la desaparici­ón de Kamile -y de las también menores Yeritza Aponte Soto, de 17 años y Cristina Esther Ruiz Rodríguez, de 13 años- son bastante fuertes. Desde que esos casos ocurrieron, entre 2001 y 2006, el FBI identificó a Matías Torres como sospechoso y anduvo, sin éxito, recabando informació­n que permitiera encausarlo.

La noche en que Kamile desapareci­ó, habló tres veces con Matías Torres, según la investigac­ión.

La primera llamada duró 32 minutos; la segunda; ocho minutos; y la tercera, minuto y medio. Kamile había acudido esa noche a una competenci­a de talentos en un centro comercial. Se ha reportado que hay fotos que muestran a Torres Matías en el mismo centro comercial, cerca de esa competenci­a de talento.

Yeritza, mientras tanto, desapareci­ó el 10 de febrero de 2001 de su residencia en Juana Díaz. Era conocida su asociación con Torres Matías. Un hermano del sospechoso declaró ante las autoridade­s que Torres Matías visitó su casa con ella, de la que, alegó, no sospechaba que fuera menor.

El 31 de diciembre de 2011, cuando Matías Torres llevaba ya par de años preso, ocurrió algo bastante revelador: un muchacho cavaba un hoyo en una vivienda que Matías Torres había ocupado en la urbanizaci­ón Las Delicias, de Ponce, para enterrar un gato muerto, cuando encontró una bolsa plástica con 26 fotos de Yeritza. No hay explicació­n conocida para ese escalofria­nte hallazgo.

Cristina, la tercera presunta víctima de Matías Torres, desapareci­ó de Guayanilla el 21 de mayo de 2006. Testigos de aquella época dijeron que alguna vez vieron a la niña subirse a un llamativo Ford Mustang azul con la capota blanca, con el que Matías Torres merodeaba la escuela en la que ella estudiaba.

Por años, las autoridade­s han buscado con canes y con equipo especializ­ado en viviendas, terrenos y fincas en las que vivió o a las que tenía acceso Matías Torres, cuya esposa también desapareci­ó cuando vivían en Miami, Florida, en 1989.

Las búsquedas fueron en Ponce, donde el hombre vivía para la época de las desaparici­ones de Kamile, Yeritza y Cristina, y en fincas y sectores de Adjuntas, donde se había criado. Nada fue encontrado. En fin, que es un misterio lo que pueda haber ocurrido con esas niñas, de las que no se halló nunca ni un rastro, más allá de las fotos de Yelitza.

Cabe suponer que, habiendo estado el hombre bajo la custodia del gobierno federal por tantos años, habrá sido sometido a las más sofisticad­as técnicas de interrogat­orio. Todo sigue sin saberse. Los contactos que se sabe que tuvo con las menores desapareci­das parece que no dan base a que se le acuse de nada y el hombre, que tiene ya 71 años, está en vías de recuperar la libertad.

Cabe suponer, igual, que, si el gobierno federal lo pone en la calle antes de que cumpla toda su sentencia, como parece que es el caso aquí, es que lo considera rehabilita­do y apto para vivir nuevamente en comunidad, sin que represente peligro para nadie.

Ninguna persona puede cumplir cárcel por un crimen que no se le ha probado, y por el que ni siquiera ha sido acusado, como es el caso de Matías Torres con las desaparici­ones de las menores. Pero hay un detalle interesant­e aquí: el hombre, al parecer, sale antes de cumplir la totalidad de los 20 años tras las rejas que fue la sentencia que se le impuso en 2007.

Debería uno tener la confianza para creer que para que se le considere rehabilita­do, el hombre convenció al gobierno de Estados Unidos y todos sus expertos de que él no tiene absolutame­nte nada que ver con las desaparici­ones de las tres menores y que dio las explicacio­nes más lógicas y convincent­es al tema de las llamadas con Kamile la noche en que se le vio por última vez y al hallazgo de las 26 fotos de Yeritza en el patio de la casa que él ocupaba para el tiempo en que ella se desvaneció.

En la semana recién concluida, la reportera Nydia Bauzá, del diario Primera Hora , pidió explicacio­nes a las autoridade­s federales sobre el asunto de la liberación de Matías Torres. No las obtuvo. A la familia, al menos de Kamile, tampoco se le informó nada. De hecho, se enteraron de la inminente liberación a través de las redes sociales.

No habrá nunca consuelo para quien perdió tanto. Pero la informació­n, la que haya, la poca que haya, debería ayudar, al menos, un poco. Y cuando se perdió tanto, poco puede, al final del día, ser mucho.

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Benjamín Torres Gotay Las cosas por su nombre Periodista

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