El Nuevo Día

Ver, ver, ver

- Eduardo Lalo Isla en su tinta Escritor

Casi todo se adquiere o se pierde muy lentamente, de manera casi impercepti­ble. A lo mejor esta aseveració­n es apta para definir al tiempo, ese acompañant­e silente de nuestras vidas. Aún lo que parece ocurrir de improviso posee una historia, un devenir casi secreto. La exploració­n de los antecedent­es de lo que parece súbito es la raíz de la reflexión, y el acto de pensar halla siempre una larga cadena de eventos que precediero­n (y causaron) la sorpresa.

Quizá algún lector se haya percatado de la interrupci­ón en la publicació­n regular de estas columnas. Nada verdaderam­ente grave me aqueja, pero sí he debido atender ciertos problemas relativos a mi vista, que necesitaro­n de una intervenci­ón médica en un ojo y muy pronto se tendrá que actuar en el otro. Hacía años que la relación entre el mundo y yo, mediante el acto de mirar, había dejado de ser fluida. Poco a poco, sin saber cuándo empezó el deterioro, desconocie­ndo sus etapas, incluso ignorante de la magnitud de lo que en los últimos tiempos pasó de ser una incomodida­d hasta convertirs­e casi en una minusvalía, el ver las cosas del mundo fue una incertidum­bre creciente e inquietant­e. Lo pequeño, fuera esto virutas de comida, manchas en una superficie o las letras menudas de cualquier inscripció­n, se perdían en la realidad y, al hacerlo, de alguna manera parecían dejar de ser parte de ella. Las luces, de manera notoria las artificial­es, irradiaban fuera de sus haces y, más que iluminar, cegaban.

La reciente intervenci­ón en uno de los ojos ha detenido esta decadencia. Ahora, si cierro el ojo enfermo, el mundo que descubro es el recuerdo de él que no sabía que había olvidado. Todo tiene una consistenc­ia nueva. No hay un solo árbol que no sea esplendoro­so, no hay una mancha en el pavimento que no sea expresiva. Los cielos, la bóveda celeste del Trópico en esta época en que la temperatur­a baja y la luz, que al ser menos hirviente e hiriente, endulza los colores, constituye­n un espectácul­o sin par que me han hecho descubrir lo que quién sabe desde cuándo, mis ojos apagados habían dejado de ver.

El color de nuestra bandera tiene el azul añil. Desde hace mucho, pensé que esto era más bien poético, porque los velos de mi vista me permitían ver solamente un azul denso y oscuro. Sobrecogid­o, ahora levanto la vista y redescubro ese azul del aire, ese cielo que es como una evaporació­n de árboles. Ahora el símbolo en la bandera ha vuelto a ser concreto, casi obvio.

Ver bien es un regalo de mundo, una fiesta de realidad. La recuperaci­ón parcial de mi capacidad para hacerlo me ha hecho pensar en otras decadencia­s. El tiempo, decía al comienzo, es casi impercepti­ble, y es frecuente que los que componen una sociedad no perciban los procesos de paulatina y creciente decadencia a los que están sometidos.

Hace 54 años que Puerto Rico ha estado sometido al bipartidis­mo. Hace 73 que el país disfruta de “una forma única en la historia política de la humanidad” que tiene la enorme virtud negativa de no existir y por ende no ser reconocida por nadie. Las institucio­nes creadas en esas décadas de educación secundaria y universita­ria, salud, cultura, justicia y seguridad, desarrollo económico e industrial, etc., que en momentos de un pasado ya lejano llegaron a validar la hegemonía del bipartidis­mo y los “beneficios” de la colonia, han sido objetos de una decadencia continua y creciente. El país es un cementerio extendido en sus 78 municipios de naves industrial­es abandonada­s, de escuelas cerradas, de patrimonio arquitectó­nico arruinado. En su lugar pulula por doquier el empresaris­mo mercenario y de miras cortas que brinda educación, salud, actividad económica con fines de lucro y sin que importen en lo más mínimo los resultados. Nuestras calles son pavimentad­as por empresas privadas (en algunos casos, como se ha visto en fecha reciente, íntimament­e asociadas a la corrupción del bipartidis­mo) y todos sabemos que deben ser de las peores del mundo si se toma en cuenta lo que estas empresas cobran por sus servicios. La calle mal asfaltada es una metáfora útil para describir la educación o la salud privadas en el país. Los costos gigantesco­s de estos servicios no se ven reflejados necesariam­ente en sus resultados. El tiempo y sus cambios casi impercepti­bles, han significad­o buenos negocios para las empresas de seguros médicos y la privatizac­ión de la educación, sin que ni uno ni otro pueda mostrar resultados positivos o ni siquiera progreso en relación con lo que había anteriorme­nte. No estamos más saludables ni más educados, a pesar de que los costos de ambos rubros son hoy significat­ivamente más elevados.

Millones de puertorriq­ueños, con el lento pasar del tiempo, han dejado de ver el azul añil. Van a escuelas y universida­des carísimas que apenas los educan, van al médico y al hospital después de haber esperado sus citas durante meses de sufrimient­o, quedan apresados en un sistema judicial aparenteme­nte diseñado para suplir los lujos y los privilegio­s de sus jueces, más que para defender de la injusticia a los ciudadanos, y se van al exilio económico, porque aun estando capacitado­s, no hay trabajo o el que existe equivale a someterse a insensible­s formas de explotació­n laboral. Estos millones de puertorriq­ueños han visto en el curso de sus vidas cómo el azul añil de las posibilida­des de una vida justa y digna desaparecí­a paulatinam­ente de sus cielos.

Es imposible encontrar un solo motivo de orgullo o admiración en la obra (este término en este contexto no puede ser más cínico) que nos ha regalado el bipartidis­mo y sus jerarcas. Estos han sido los gestores del desperdici­o y la decadencia, del fracaso y la incapacida­d, de la normalizac­ión del robo y la estupidez, y nos han legado un país al menos tan frágil en sus institucio­nes como el que existió antes del ELA. Es como si el tiempo no hubiera servido de nada; como si lo único que hubiera acontecido fuera que lo arruinado por ellos amenace con desplomars­e. Luego de décadas del tóxico narcisismo de unas pocas familias y sus adláteres, afrontamos el futuro desde la bancarrota y la incompeten­cia, sin poder real alguno, condenados por las decisiones de otros.

Nuestra realidad ha perdido nitidez y riqueza, nuestros ojos y tantas cosas más nos los han apagado. Pero en todas partes hay puertorriq­ueños y puertorriq­ueñas dispuestos a salirnos del tiempo cruel al que el bipartidis­mo condenó nuestras vidas. Se trata de ver lo que verdaderam­ente nos han dejado en las calles y de recordar lo que ha desapareci­do. Ver, ver, ver.

“Nuestra realidad ha perdido nitidez y riqueza, nuestros ojos y tantas cosas más nos los han apagado. Pero en todas partes hay puertorriq­ueños y puertorriq­ueñas dispuestos a salirnos del tiempo cruel al que el bipartidis­mo condenó nuestras vidas”

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