Lo corrupto, lo normal
Las cosas por su nombre
Ángel Pérez Otero no había aprendido aún a graduar el acondicionador de aire de su oficina en la alcaldía de Guaynabo cuando empezaron a rodearlo, como abejas al panal, las dos siniestras figuras que terminaron enredándolo en el sórdido asunto que lo tiene hoy mirando de frente al abismo de una larga sentencia de cárcel.
Precisa recordar, porque es importante como contexto, cómo fue que llegó a la alcaldía. A Héctor O’Neill, la ley allí desde 1993, lo hicieron caer, en el 2017, gravísimas acusaciones de crímenes sexuales que le costaron más de un millón de dólares al municipio, pero ni un día de cárcel a él.
Pérez Otero, hasta entonces un discreto legislador de distrito al que no se le reconocía ningún talento particular, aspiró a sustituirlo. Le tocó enfrentar a un aliado cercano del líder caído, el senador Carmelo Ríos. No muchos le apostaron a favor. Ni siquiera los que apuestan, y mucho, esperando, literalmente, recuperar, también, mucho.
Ese fue el caso del “empresario” corrupto hasta el ñu Oscar Santamaría, quien para ese tiempo era ya un prolífico comprador de políticos, a los que, después de adormecerlos y hacerlos bailar la danza del vientre sacudiéndoles ante los ojos fulgurantes fajos de billetes verdes, los exprimía con contratos de cuanta cosa hay.
Santamaría, como otros, apostó al otro corredor en la carrera de Guaynabo, Ríos, quien hoy, además de senador, es secretario general del Partido Nuevo Progresista (PNP). Por cierto, el contralor electoral, Walter Vélez, dice que no ha encontrado rastro de los donativos que Santamaría dice que dio a Ríos en esa campaña.
Tamaña sorpresa se llevaron todos cuando Pérez Otero le dio una salsa a Ríos: 70% a 30% de los 15,630 votos que se emitieron en aquella elección. Parecía que Santamaría se había quedado sin una de las muchas ubres de las que alimentaba su corruptela.
Pero, como esta gente siempre cae de pie, se le ocurrió de inmediato cómo reparar la relación con Pérez Otero que tan maltrecha quedó de la mala lectura que hizo de la elección. Conjuró para que le ayudara la presencia de un personaje hoy alto notorio, entonces poco conocido más allá de los intestinos del PNP: Félix Delgado, aka “el Cano”.
Alcalde de Cataño desde enero del 2017, a “el Cano” le gustaban los relojes, las camisas y los zapatos de marca. Como el salario de alcalde no le daba para esas “necesidades”, encontró cómo satisfacerlas: dejándose comprar por contratistas municipales, entre estos, el tal Santamaría. El gobierno de Estados Unidos lo llevó a reconocer que cogía sobornos desde el verano del 2017, apenas seis meses después de llegar a la alcaldía.
Fue también el cupido que restauró el amor entre Santamaría y Pérez Otero. Todos se conocían del Capitolio, que, a menudo, más que la “casa de las leyes”, parece una escuela de crimen. Pérez Otero era representante; Santamaría, “asesor” de varios legisladores; y “el Cano”, trabajaba con María Milagros Charbonier, quien espera su propio juicio por corrupción.
Según trascendió en el juicio, fueron “el Cano” y Santamaría los que empezaron a zumbar alrededor de Pérez Otero tan pronto ganó la alcaldía, el primero como el celestino y el segundo como pretendiente.
No fue difícil convencerlo de que entrara en tratos inconfesables. Al tiempo, estaba cogiendo chavos literalmente por debajo de la mesa mientras ordenaba un chocolate en una cafetería, agarrando un sobre gordo dentro de un carro, metiéndoselo en las medias, diciendo “agradecido” como si le hubieran entregado una camisa que había mandado a planchar, entrando tranquilamente a la alcaldía con el billetaje en las medias y, par de años después, saliendo de corte “arresmillao” al enfrentar las consecuencias de sus actos.
Había un mito una vez que decía que la gente llegaba a los puestos públicos y, una vez allá arriba, se corrompen. Este caso, y muchos otros de estos tiempos de espanto, pulverizan ese mito. Pasó tan poco tiempo entre la elección y el crimen, que no hubo tiempo de corromperse; la conclusión obligada es que venían ya dañados.
Se trata de personajes, en este caso, que llevaban tiempo pululando por lo que a veces se llama “los pasillos del poder”. Sabe el diablo qué vieron cuando merodeaban por el Capitolio que les hizo pensar que era cotidiano, rutinario, normal, incluso aceptable, que un alcalde se dejara encantar por el aroma del billete verde en efectivo, puesto en pacas gordas y pesadas.
Se ve de los testimonios en corte que nadie aquí tuvo siquiera un acceso momentáneo de escrúpulos, aunque después con trabajo lo convencieran. Se mostraron, desde el primer momento, ávidos de la chuleta. Es como si llevaran toda la vida viendo eso. Como si sintieran que era muy poco probable que tuvieran que pagar por sus crímenes.
En pocas palabras: como si fuera algo de lo más normal.
No son los únicos. Reynaldo Vargas, exalcalde de Humacao, electo en el 2020, empezó a coger sobornos el mismo mes en que llegó a la alcaldía. Eduardo Cintrón Suárez, de Guayama, también recibía lo suyo desde el mismo momento en que juramentó en el 2013. Javier García, el de Aguas Buenas, también robó desde que llegó en enero de 2017.
Su antecesor, Luis Arroyo Chiqués, se agenció hasta un soborno para después que dejara la alcaldía, una especie de pensión de la corrupción. El alcalde de Ponce, Luis Irizarry Pabón, es investigado por crímenes presuntamente cometidos durante sus primeros días como primer ejecutivo municipal.
Los hay, como se ve, en los dos partidos que han gobernado aquí.
Durante toda esta orgía de corrupción, no se ha sabido ni de uno que, habiendo recibido una oferta de soborno, haya corrido a las autoridades a denunciarlo, sin aceptarlo. Los que aceptaron su culpa, y veces lloraron o pidieron perdón al juez, lo hicieron cuando se supieron atrapados.
En lo que respecta a esquemas de soborno en municipios, 14 alcaldes, exalcaldes, empresarios y funcionarios han ido a parar a la cárcel, solo en los últimos 18 meses. Bajo ningún criterio son “casos aislados”.
Se suman, solo en los últimos dos o tres años, los casos de legisladores que le robaban a sus propios empleados, el juicio que espera la exgobernadora Wanda Vázquez por supuestamente también haber cogido su soborno, y el caso del amigo íntimo del gobernador Pedro Pierluisi convicto por diseñar un esquema para ocultar qué personas daban cuantiosos donativos para apoyar la candidatura del gobernante y se ve, ojalá más con horror que con resignación, que la plaga de la corrupción infesta todos los niveles del gobierno de Puerto Rico.
Desde principios del milenio, esta es una cruz que venimos cargando. Año tras año, gobierno tras gobierno, pesquisas, arrestos, declaraciones de culpabilidad. El gobierno, mientras tanto, derrumbándose. Se entiende. Se ve, en el nivel espantoso de corrupción en que vivimos, cuáles son los asuntos que ocupan a muchos de los que gobiernan.
Termina mucha gente pensando como los propios implicados: es que esto es lo normal. Nos toca a todos, entonces, hacernos la pregunta: ¿Es normal? Y después de esa, varias más: ¿Debe serlo? ¿Tenemos que resignarnos? ¿Cómo podemos cambiarlo? Hay tarea, gente. Y mucha.
“Pasó tan poco tiempo entre la elección y el crimen, que no hubo tiempo de corromperse; la conclusión obligada es que venían ya dañados”