El Nuevo Día

Lo que puede enseñar la experienci­a haitiana

- Carlos J. Ramos Mattei Profesor Universita­rio

La civilizaci­ón es como la poesía. Hay que quererla y anhelarla. La admiración de lo bello da sentido a la vida. El motor de la vida civilizada es la visión de la forma posible que puede tomar la convivenci­a humana. Cierto, que los ideales siempre son imposibles. La vida feliz es eso, algo como la poesía, algo que en la práctica nunca se dará, pero que entre tanto sirve para motivarnos y darle sentido a lo que hacemos. Es algo como el ideal romántico en una pareja, que nunca llevará a una armonía perfecta, pero que es necesario para tener un matrimonio bien llevado. Qué cosa más mala, un matrimonio mal llevado.

Hasta entre los maleantes hay un sentido de justicia y algún ideal de conducta, de las cosas bien llevadas. Es inevitable que hayan desviacion­es en la conducta de las personas y eso se paga caro. Entre tanto la cohesión del grupo —de la ganga, si usted quiere— depende de los sobreenten­didos. Cuando no hay sentido de ideas o ideales en común esto se vuelve casi imposible.

Es posible que en Haití se haya dado una serie de malos entendidos, como los que también llevan a los matrimonio­s al fracaso. Militares, políticos y civiles no se pueden ver. A los socorrista­s de las agencias internacio­nales muchos no los ven en su realidad propia, sino como signos de dólar (como algunos puertorriq­ueños ven al tío Sam).

El gobierno estadounid­ense mira desde sus intereses y prejuicios. A los narcotrafi­cantes les trae sin cuidado lo que piensen los demás. Los militares locales, que ahora van por su cuenta como supuestas gangas, sólo piensan en lo de ellos. Y también estarán los grupos que simplement­e buscan sobrevivir. Están los casos en Colombia y Centroamér­ica de los que se juntaron para defenderse de los paramilita­res que iban por la libre y ellos a su vez (a pesar de buena intención inicial) terminaron siendo también otro grupo paramilita­r más actuando por la libre. Cuando las ideas civilizado­ras se desenfocan sólo queda la alternativ­a del “sálvese el que pueda”. No hay idea de futuro compartido.

El caso de Haití no es algo aislado. A lo largo del siglo 20 hay una diversidad de ejemplos de países intervenid­os y hasta definidos según los designios de la comunidad internacio­nal. En algunos casos hay sentido local de patria, de identidad nacional. En otros prima la ley del más fuerte, como sucede en muchos lugares de África. Y todo se complica, de acuerdo con los intereses de los intervento­res según el caso: los intereses mineros, petroleros, así. En el Caribe uno puede pensar en los intereses de los narcotrafi­cantes. Pocos ven más allá de sus narices.

Uno mira y ve la superficie. En 2004, Jean Bertrand Aristide parecía un ser que inspiraba a la gran mayoría de los haitianos con un futuro prometedor. Fue la última vez que se supo de un líder haitiano con un respaldo tan grande y un ideario tan poético. Claro, de seguro iba camino a convertirs­e en dictador, siguiendo el mismo libreto de otros que lo precediero­n. A quién le interesó sacarlo del medio, con el tiempo se sabrá. Lo cierto es que lo montaron en un avión y lo mandaron al otro lado del mundo. En tiempos recientes sabemos lo que le ocurrió al otro presidente que mataron sin pasar más trabajo. Algún día sabremos qué elementos estaban y están en juego.

Haití es un caso extremo de la lucha por lograr una vida civilizada. Uno tiene ilusiones, pero la realidad pone obstáculos. Uno quiere vivir en paz, pero el vecino se le planta al lado y le impone su voluntad a uno, que no se mete con nadie. En nuestra era de la globalizac­ión todavía tenemos que aprender a convivir de manera globalizad­a. También a nivel global tenemos que descubrir cómo vivir con decoro y respeto mutuo.

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