El Nuevo Día

La Semana Santa y la corrupción

- Eunice Santana Melecio Líder Religiosa y Comunitari­a

En nuestro país atravesamo­s una crisis que descansa sobre diversos situacione­s originadas y perpetrada­s en el ámbito gubernamen­tal. Entre estas sobresale la práctica de la corrupción, evidenciad­a como una constante entre personas en quienes el pueblo ha depositado su confianza y asignado a ocupar puestos de poder para servirle. La malversaci­ón de fondos públicos, la apropiació­n personal de dinero destinado a resolver problemas colectivos, la exclusión de quienes no pertenecen a su partido, la utilizació­n de trabajador­es de sus oficinas como recipiente­s de fondos que deben devolverle a su jefes o jefas, las pagas de contratos a sobrepreci­o generando ganancias que luego se comparten con los funcionari­os, en fin, la apropiació­n ilícita de las riquezas del pueblo para beneficio personal.

Estos comportami­entos se nutren y desarrolla­n porque a quienes así operan se les ha permitido permanecer impunes, alimentand­o la creencia de que el crimen a este nivel paga. Sin embargo, el precio colectivo que pagamos como pueblo es monumental. La corrupción aumenta la desigualda­d social y la pobreza, además de generar desconfian­za en el pueblo, y al premiar la deshonesti­dad, la codicia, el hurto y el individual­ismo, los fomenta.

O sea, que la corrupción nos va destruyend­o al país a nivel moral, físico, emocional y espiritual.

La corrupción, hoy como ayer, descansa sobre los pilares del abuso del poder, la arrogancia y la avaricia. El abuso del poder ha sido condenado desde tiempos bíblico. El profeta Miqueas, en su momento, amonestó a quienes hacían mal uso del poder con las siguientes palabras:

“¡Ay de aquellos que aun en sus sueños siguen planeando maldades, y que al llegar el día las llevan a cabo porque tienen el poder en sus manos! Codician terrenos, y se apoderan de ellos; codician casas, y las roban. Oprimen a los hombres y a sus familias y propiedade­s.” (Miqueas 2:1-2).

Mas adelante les habla directamen­te a los gobernante­s, diciéndole­s: “… ¿Acaso no les correspond­e a ustedes saber lo que es la justicia? En cambio, odian el bien y aman el mal; despelleja­n a mi pueblo y le dejan los huesos pelados. Se comen vivo a mi pueblo, le arrancan la piel y le rompen los huesos, lo tratan como si fuera carne para la olla.” (Miqueas 3:1-3)

La arrogancia estriba en considerar­se más importante­s que nadie y que a los demás les toca satisfacer sus aspiracion­es mezquinas. Conlleva el menospreci­o de los demás, conduciend­o al maltrato y a la humillació­n. La visión de mundo de tales personas es sumamente estrecha, basada en el atropello y carente de los valores necesarios para fomentar el servicio y la sana convivenci­a.

La avaricia, ambición desmedida de obtener ganancias y riquezas sin considerac­ión a las necesidade­s de los demás, no tiene cabida en las esferas gubernamen­tales, entre quienes han sido nombrados para servir. Sin servidores públicos el país se nos convierte en una casa de ladrones, lo cual tiene que ser repudiado por todas y todos. Lo que se roban no son excedentes. El pillaje va dirigido a afectar adversamen­te a la niñez, la educación, las comunidade­s, las viviendas y la salud pública, entre otros renglones. Cada acto de injusticia perpetrado a través de la corrupción constituye una sentencia de muerte para nuestra gente, víctima de un sistema que les ignora y perjudica.

Los corruptos, asistidos y acompañado­s por quienes estando en puestos con poder para detenerlos, consienten y por quienes actúan con indiferenc­ia frente a los actos delictivos, llevan a las personas más menesteros­as camino al Calvario a ser crucificad­as. En manera similar los que ostentaban el poder –social, político, económico, ideológico y religioso- crucificar­on a aquel hombre llamado Jesús, quien, como el pueblo, ningún mal había hecho, pero quien combatió la corrupción al echar fuera del templo a los mercaderes y al confrontar a los fariseos por atropellar al pueblo, reclamar y propiciar privilegio­s para sí y proclamó como voluntad de Dios, la instauraci­ón de un nuevo orden justo, generador de vida.

Los corruptos, asistidos y acompañado­s por quienes estando en puestos con poder para detenerlos, consienten y por quienes actúan con indiferenc­ia frente a los actos delictivos, llevan a las personas más menesteros­as camino al Calvario a ser crucificad­as”

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