El Nuevo Día

La idea más polémica

- Periodista , benjamin.torres@gfrmedia.com x Twitter.com/TorresGota­y Benjamín Torres Gotay

Tras casi 30 años como abogada de la Sociedad para Asistencia Legal (SAL), una entidad sin fines de lucro dedicada a representa­r a indigentes en casos criminales, la abogada María Soledad Sáez ha llegado a conocer mejor que la mayoría de nosotros qué hay dentro del que tal vez sea el tipo de persona más incomprend­ida en el mundo: el que comete crímenes.

Como parte de su trabajo los entrevista. Necesita saber qué hay en su alma, para intentar comprender las circunstan­cias que los llevaron a ser acusados de crímenes graves como robos, escalamien­tos, agresiones, posesión de sustancias controlada­s y por supuesto, asesinatos, secuestros, violacione­s, abuso sexual, todo lo que hay en las pesadillas de las personas que no cometemos crímenes.

Ha visto, me decía en una entrevista, de todo, cosas, incluso, que le han hecho perder el sueño a veces. Ha visto el trauma, el dolor, la crueldad, el abuso, la violencia, la sangre, el mal, el círculo vicioso, en pocas palabras, de la marginació­n y la muerte.

De sus viajes por esos museos del tormento humano, ha salido con una conclusión explosiva, por decir lo menos: la cárcel, dice, no es, salvo muy raras excepcione­s, necesaria.

Oír a alguien decir eso, más a alguien que lleva toda una vida en contacto continuo con personas que han cometido delitos, por supuesto que choca. Vivimos en un país agobiado por una marejada de violencia de décadas. Cada vez que se oye de alguien relacionad­o a un crimen violento, se oye el coro: ¡que boten la llave!

Durante cada recrudecim­iento cíclico de la marejada de violencia, los que gobiernan ofrecen más garrote. La gente, por lo general, responde bien al discurso punitivo, a pesar de que hay evidencia a la vista de todos de que dichas políticas han agravado, y no poco, el problema de violencia criminal.

La licenciada se repuso a mi mirada entre incrédula y atónita y explicó por qué no cree en la cárcel, salvo en raras, excepcione­s. Casi todas las personas a las que ha representa­do, dice, fueron, a su vez víctimas, por lo general durante la niñez, de actos iguales o peores que los cometidos por ellos de adultos.

Son personas, continúa, que pasaron por la niñez o por la adolescenc­ia como por un infierno. Vieron, o fueron víctimas, de abusos innombrabl­es, de violencia desenfrena­da, de marginació­n o de discrimen, de muchos otros males.

“Las personas que cometen los delitos más atroces, las violacione­s, los asesinatos, casi todos han sido víctimas ellos también de esa violencia atroz. Eso lo puedo decir de la experienci­a que tengo entrevista­ndo por años a estas personas”, dice Sáez.

“No puedo decir todos, porque puede haber alguien que sea psicópata. Pero la inmensa mayoría de las personas que incurren en esas conductas es que han estado sometidos a unas violencias terribles”, agrega.

Sáez expone las ideas del movimiento conocido como abolicioni­smo, que propone la erradicaci­ón de la cárcel como se conoce hoy día. Pero antes de que alguien infarte pensando que la altamente controvers­ial propuesta es que a los que cometen crímenes atroces porque cargan traumas de la niñez se les aplauda y se les deje irse para su casa como si nada hubiera ocurrido, es importante aclarar que a lo que se aspira no es a la eliminació­n literal de la cárcel.

A grandes rasgos, los abolicioni­stas plantean que la existencia de cárceles y sus encierros a menudo eternos no han hecho mucho, por no decir nada, por erradicar la violencia a la que todos tememos. Puerto Rico, que lleva toda la vida con políticas de “mano dura”, lo cual no ha impedido que sigamos ahogados en sangre, debería entender esto mejor que otros.

¿Qué proponen, entonces, los abolicioni­stas, que se haga con una persona que, por ejemplo, mata a su expareja a puñaladas delante de los hijos, quema un anciano para robarle o que viola un niño, por mencionar solo un par de ejemplos bastante dramáticos?

Sáez explicó que a esas personas, después de ser estudiadas, y entendido la raíz de su conducta, se les somete a tratamient­os, terapias, servicios, que los ayuden a entenderse y repararse. No estaría preso lo que se dice preso. Pero estaría bajo custodia estatal mientras dura ese proceso, al cabo del cual podría buscar la manera de compensar a sus víctimas por el crimen que cometió, si hubiera cómo. También le llaman “justicia restaurati­va”.

Lo de ahora, dice Sáez, que es básicament­e la persona almacenada en una cárcel por lo que le quede de vida, con un costo altísimo en fondos para el erario y en sufrimient­o humano, ofrece escasas posibilida­des de rehabilita­ción e incluso de compensaci­ón para las víctimas.

Esta no es una propuesta fácil de asimilar e incluso de entender. Pero nadie que lea esto debe tener temor de que mañana la Asamblea Legislativ­a mande a cerrar todas las cárceles. Lo traje porque es evidente, por eventos de ahora y de siempre, que la manera en que aquí hemos elegido atender el problema de violencia no ha dado resultado. Pensando en este flagelo de la manera en que lo plantean los abolicioni­stas quizás nos encontremo­s con alguna idea que nos ayude a quitarnos esta condena de encima.

La entrevista con Sáez fue hace cinco meses. De ella entendí, aunque no necesariam­ente comparta todos sus postulados, de qué trata el abolicioni­smo.

Me vino a la mente en estos días escuchando el extraordin­ario podcast El Rastro, de la colega Bárbara J. Figueroa, que cuenta la historia de uno de los casos criminales más tristes jamás vistos en la isla: el asesinato a golpes, por parte de su madre y su padrastro, del niño de once años Alberto Ojeda, ocurrido en 2001 y descubiert­o varios años después, cuando el hermanito del difunto, no pudiendo más con el secreto, dijo a la Policía que su padrastro y su mamá habían matado a su hermano y enterraron su cadáver clandestin­amente.

Como parte de su investigac­ión, Bárbara entrevistó a la mamá del difunto mientras cumplía su sentencia de 99 años de cárcel, que se le impuso cuando aceptó su culpa antes de ir a juicio, a pesar de que no fue ella, según el testimonio de su otro hijo, quien mató a tablazos en los costados y en la espalda a Albertito. En la entrevista, uno comprende que la mujer, Evelyn Ojeda, fue tan víctima en ese atroz crimen como su propio hijo.

Víctima de abusos sin fin desde niña, incluyendo agresiones sexuales, criada entre adictos, alcohólico­s y traficante­s, usuaria de drogas que usaba para escapar del dolor y de las memorias que la ahogaban, fue también víctima de un patrón de violencia del hombre que mató a su hijo, al cual le tenía terror.

Escuchando su voz tan triste y tan cansada, uno se pregunta: ¿qué hace esta mujer almacenada de por vida en una cárcel y no recibiendo tratamient­o para superar ese ramillete de traumas y reencontra­r su vida? Toda persona sensible debía hacerse la misma pregunta.

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