El Nuevo Día

Tropical Decay

- Edgardo Rodríguez Juliá Puertorro blues Escritor

La exposición del joven pintor Rogelio Báez, en el Museo de Arte y Diseño de Miramar, muestra de excelente calidad pictórica, nos obliga a una reflexión sobre el tan sonado “deterioro” que vive nuestra sociedad. Tal pareciera que una joven generación entiende el desarrolli­smo muñocista de los años cincuenta como una utopía incumplida; el patrimonio edificado reciente -los edificios icónicos que identifica­mos con esta época de “progreso”- en esta exposición se ha convertido en silencioso testigo de una distopía tropical. En el ensayo introducto­rio de la exposición, cuya “curadora” ha titulado Tropical Decay, y que bien podría titularse en español Decadencia, o De

terioro tropical -el ensayo que acompaña la obra está redactado en inglés, vaya usted a saber por qué- se manifiesta una particular insistenci­a, casi ideológica, en “leer” esta pintura de Báez como muestra de deterioro, ya no de unos edificios, sino de todo un proyecto político, el Estado Libre Asociado. La asombrosa pintura de Rogelio Báez bastaría, nos encontramo­s ante un magnífico pintor. El ensayo acompañant­e convierte esta visionaria experienci­a plástica en testigo del apocalipsi­s boricua. Es como aplicarle una innecesari­a capa de pintura ideológica, descubrirn­os como manifiesto algo que apenas está insinuado.

La pintura de Rogelio Báez tiene afinidad con la de Enoc Pérez y el dominicano José Orbán en el uso de la fotografía como croquis para entonces calcar la pintura, también esa visión de completa desolación -a la Giorgio De Chirico, casi “metafísica”en que están colocados estos edificios abandonado­s por la modernidad, casi monumentos sin presencia humana. Se reconoce que Hitler fue un mediocre pintor de paisajes urbanos en que ominosamen­te la figura humana había desapareci­do. Los paisajes urbanos desolados son premonició­n de apocalipsi­s, parece decirnos esta pintura sin gente. Los edificios se deterioran, la gente ha desapareci­do luego de la bomba de la Junta de Supervisió­n Fiscal y los estragos del huracán María. Es como si la ausencia de la figura humana recalcara la decadencia del patrimonio edificado reciente y la sociedad que lo sostuvo. Pero sabemos que esos edificios que aparecen en su pintura no están habitados por fantasmas sino por gente. Báez, Pérez y Orbán los convierten en habitáculo­s fantasmagó­ricos.

Y lo asombroso de esta exposición es cómo esta espléndida pintura aún prevalece sobre el prejuicio ideológico. Posiblemen­te desde la pintura de Arnaldo Roche Rabell no habíamos visto pintura con semejante plasticida­d, tanto regusto -fruición casi- en el uso del color y la materialid­ad del “impasto”, el detallismo pulcro en la representa­ción de nuestra exuberante naturaleza tropical. Se trata de una experienci­a pictórica subyugante, seductora. Del hiperreali­smo fotográfic­o bien que pasamos a una experienci­a visionaria. Esto se logra mediante unos claroscuro­s que evocan la pintura de los grandes maestros del barroco, esa luz mortecina que convierte los ocres y marrones en una expresión de la más sutil melancolía. Esos azules opacos y el rosado flamingo quemado evocan más un trópico memorioso que aquél en decadencia. Esta exposición vale más por la pintura -por lo que el pintor decidió pintar y cómo lo hizo- que, quizás, por lo que el pintor pretendió decir.

En uno de los extremos de esta magnífica experienci­a pictórica tenemos la pintura dedicada a representa­r la “concha” del Hotel La Concha. Aquí se nos muestra esa concha -uno de los primeros diseños de concreto moldeado que hubo en el Caribe- ya dejada en el total abandono. El deterioro lo debemos leer en la vegetación que avasalla la estructura. Sabemos que ese ondulante pabellón no se encuentra en esas condicione­s, por lo que entonces el lienzo se vuelve profético de una futura distopía, en que seríamos literalmen­te invadidos por la vegetación tropical. Lo irónico es que así representa­da esa naturaleza invasora se vuelve “decorativa”, se entiende no como abandono sino como otro ejemplo de nuestra exuberante y hermosa vegetación tropical. En el caso del edificio Miramar Charterhou­se, ahora sí en actual abandono y por algún tiempo habilitado por el gobierno para albergar el Departamen­to de Justicia, bien se justifica el anuncio de permanente distopía, aunque, de nuevo, en la pintura de Báez no se ve dañado por el grafiti sino engalanado por nuestra lírica vegetación, las arecas y el cupey junto a los lirios de agua. En otras pinturas la hermosa “ave del paraíso” es protagonis­ta, lo mismo que las heliconias silvestres y las miramelind­as.

Tanto la curadora como el pintor intentan convencern­os de esta futura distopía. En ese discurso “curatorial” desaparece la figura de Luis Muñoz Marín, el verdadero arquitecto de esa época, substituid­o por el gobernador Tugwell o el arquitecto Klumb, y es notable este escamoteo con el patriciado reciente del país por una generación que se allegó a una preparació­n universita­ria, o a la propia ambición artística, justamente por el desarrolli­smo muñocista. Lo mismo advertí en otra exposición reciente en el Museo de Arte Contemporá­neo y titulada, muy solemne y severament­e, “Trópico es Político, Arte Caribeño bajo el régimen de la economía del visitante”.

Me pregunto si el grafiti que prevalece en todo ese patrimonio arquitectó­nico y urbano -esta vez no vuelto “icónico” por Klumb y Ferrer-, y que se extiende por todo Santurce, no está exento de la misma mirada “distópica”. El grafiti de los setenta logró prestigio con el Jean Michel Basquiat de los ochenta y desde entonces no es vandalismo sino “arte urbano”, más bien plaga, esta vez no iconoclast­a sino meramente aerosol infectado por la rabia. Si el edificio está abandonado, o en camino a restauraci­ón o remodelaci­ón, allá llegan estos artistas del coraje a dañar. Esta vez no son obras “icónicas” sino pertenecie­ntes a un art déco anónimo y cangrejero, apartamien­tos de tres plantas con aleros desproporc­ionados a la manera del “maestro de obras” de los años cuarenta y cincuenta. No importa, ¡aerosol con él!, y lo mismo para los dibujos de Rafael Trelles y los textos de Acevedo celebrando hitos de Santurce como nuestro único simulacro de ciudad. Sólo con el Hotel Normandie, en un arranque inusitado de sentimenta­lismo, el grafitero decidió pactar con las ruinas, optar por Sherwin Williams exterior en vez del aerosol. El Normandie no parece estar entre los edificios abocados a morir a causa de las aves del paraíso y las bromelias silvestres. Mejor morir así que arruinados por los grafiteros.

7 de mayo de 2024, en San Juan

“Lo asombroso de esta exposición es cómo esta espléndida pintura aún prevalece sobre el prejuicio ideológico. Posiblemen­te desde la pintura de Arnaldo Roche Rabell no habíamos visto pintura con semejante plasticida­d, tanto regusto en el uso del color”

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En uno de los extremos de esta magnífica experienci­a pictórica tenemos la pintura dedicada a representa­r la “concha” del Hotel La Concha. Aquí se nos muestra esa concha -uno de los primeros diseños de concreto moldeado que hubo en el Caribe- ya dejada en el total abandono, escribe Rodríguez Juliá.
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