Justo galardón a un gran obrero de la música
El doctorado honoris causa que le confirió ayer, sábado, la prestigiosa Universidad de Berklee a Gilberto Santa Rosa es un merecidísimo reconocimiento a uno de los mejores, más prolíficos (25 álbumes) y longevos (empezó a los seis años y tiene 61) músicos que ha tenido Puerto Rico. Y resulta que el hombre es aún mejor ser humano de lo que es como músico.
La lista de logros de Santa Rosa es larguísima, e incluye el récord de más sencillos número uno en la sección de música tropical de Billboard, certificaciones de oro, platino y multiplatino por sus LP, y ser el primer salsero en engalanar el Carnegie Hall en 1995.
Ese CD de Gilbertito en el Carnegie Hall – en la caratula lucía orgulloso su distintivo bigote noventoso – yo lo llevaba para todos lados mientras estudiaba en Boston a fines de los 90 y principios de este siglo. Era mi refugio contra lo desconocido y el transporte mental de vuelta al hogar boricua. Siempre fui fanático de su música pero, sobre todo, de su regia disciplina, un enfoque profesional que evitó el destino trágico de otros salseros que llegaron al estrellato.
Allá para el 2008, mientras realizaba estudios de postgrado en Argentina, me enteré que Gilbertito ofrecería un mini concierto en una discoteca en Lanús, un suburbio de la capital, y, por supuesto, para allá fui. Era una tarima que, a mi modo de ver, no le hacía justicia al estatus que tenía a nivel mundial. Y, precisamente, en aquella discoteca se formó una trifulca que desembocó en que alguien lanzara una cerveza a la tarima donde estaba el artista.
Él, por supuesto, se molestó, pero eventualmente siguió el show porque, aunque se le conoce popularmente como El Caballero de la Salsa, el hombre también es un obrero de la música. Siguió porque, aunque el lugar no estaba a su altura y le habían faltado el respeto, aquello era su trabajo.
Detrás de cada premio o reconocimiento o entrevista a la estrella hay una historia como esta de lo que conlleva ser obrero de la música. De tener que bregar con una mamá enfadada en un senior prom porque no cantó la canción que ella quería. De tener que bregar con alguien que no pagó lo que pactó. Como dice Alí Warrington, la gente ve la gloria, pero no conoce la historia. Y el honoris causa otorgado a Gilbertito, por parte de una de las más prestigiosas instituciones musicales, en alguna forma valida que todo ese trabajo como obrero de la música, toda esa disciplina durante tantos años, es propia de un doctor.
Una década después de aquella presentación en la discoteca en Lanús, conocí a Gilbertito en un programa de televisión en el que yo participaba como panelista. Pensé en el proverbio que dice que es mejor nunca conocer a quien admiras, pues puede decepcionarte. Pero qué bueno que no le hice caso al proverbio y sí a mi instinto. Desde entonces, y poco a poco, Gilberto se convirtió en amigo. Y, para mi desgracia, la forma en que Gilberto muestra confianza y cariño es vacilándose a uno y pegando vellones.
Si no hubiera sido músico, Gilbertito sin duda podría haberse ganado la vida como comediante. Siempre tiene una anécdota jocosa a flor de labio y la prueba más reciente de ello fue en el concierto de los 100 años de Willie Rosario, cuando entre números hizo reír a carcajadas a los miles de espectadores que llenaron el Coliseo de Puerto Rico. Era parte del espectáculo, pero en el ámbito privado también se esmera por hacer reír a quienes lo rodean.
En una entrevista con este diario, Santa Rosa calificó el doctorado honoris causa como “un regalo maravilloso”. Se equivocó. Sin duda es maravilloso. Sin embargo, regalo no es. El doctorado se lo ganó a fuerza de talento, por supuesto, pero también del puro sudor de ser un obrero de la música. Eso sí, el honoris causa es un regalo para todo Puerto Rico, especialmente para sus hijos, al igual que para su esposa Alexandra y su padre Don Gilberto, de 86 años, que lo acompañarán en Boston.
Gilbertito Santa Rosa toda la vida ha sido un Caballero. Ahora, a sus 61 años, también es Doctor, y bien merecido lo tiene.
“Santa Rosa calificó el doctorado como un regalo maravilloso… Sin duda es maravilloso. Sin embargo, regalo no es. Se lo ganó a fuerza de talento, por supuesto, pero también del puro sudor de ser un obrero de la música”