El Nuevo Día

Estados Unidos ante el espejo de 1860

- Ricardo Guzmán López de Victoria

Amediados del siglo 19, en Estados Unidos existía una división fundamenta­l entre la pudiente economía industrial del norte y la agraria del sur: la ideología supremacis­ta racial que hacía de la esclavitud el eje económico de lo que pronto serían los estados confederad­os. Clara consecuenc­ia de esa división fue la creación en el 1854 del Partido Republican­o en respuesta a legislació­n federal que permitía la expansión potencial de la esclavitud a los nuevos territorio­s del oeste.

La elección del 1860 posicionó a la nación estadounid­ense al borde un cambio político drástico. Hasta ese entonces, los sureños habían tenido posesión de la presidenci­a dos terceras partes del tiempo desde el 1789, habían ejercido pleno control de la rama legislativ­a y rutinariam­ente contaban con mayoría de jueces en el Tribunal Supremo. La victoria de Abraham Lincoln implicaba la pérdida de la influencia política que había beneficiad­o a los hacendados sureños desde el comienzo de la república. Solo tres meses después de la elección, siete estados sureños ya habían secesionad­o.

Mucho han intentado hacer algunos revisionis­tas históricos para maquillar la raíz de la Guerra Civil que cubrió de sangre a los Estados Unidos por poco más de 4 años, pero la verdad es ineludible. Según expresó en marzo de 1861 Alexander H. Stephens, vicepresid­ente de la Confederac­ión: “Nuestro nuevo gobierno se funda en la idea opuesta a que las razas son iguales; sus fundacione­s se cimientan, su piedra angular descansa, en la gran verdad de que el negro no es igual al blanco y que su esclavitud subordinad­a a la raza superior es condición natural y normal”.

La Confederac­ión habrá perdido la guerra, pero la ideología racista que permeaba su razón de ser nunca fue derrotada. El racismo sureño supo esconderse en plena luz del día y logró mantener gran influencia en las contiendas políticas bajo la línea Mason-Dixon. Su motivo fue romantizad­o como “causa perdida” en libros, películas y universida­des; sus líderes golpistas inmortaliz­ados como héroes. Su violencia continuó de seguido con la fundación del Ku Klux Klan por parte de veteranos confederad­os guiados por el mismo Nathan Bedford Forrest que fue general de la Confederac­ión, y cuya estatua “engalanó” un parque público de la ciudad de Memphis, Tennessee, desde el 1905 hasta el 2017. Peor aún, su política pública se mantuvo vigente y ganando adeptos gracias a las leyes de segregació­n que sus legislador­es aprobaron.

Brincando al presente, esos mismos que “perdieron” en aquella ocasión conocen que no serán mayoría racial a partir del año 2044. También conocen la pérdida de poder económico que han venido sufriendo desde que los Estados Unidos se lanzó de lleno a la globalizac­ión de su economía, echando por la borda millones de empleos de cuello azul que le daban vida a extensas regiones rurales. Al igual que en el 1860, la pérdida de privilegio del sector políticame­nte dominante se hace evidente.

Ante ese trasfondo, escuchar en estos días a Donald Trump expresando que en los Estados Unidos existe un “sentimient­o antiblanco que no puede ser permitido” es preocupant­e. Este comentario matiza una serie de eventos recientes que apuntan, simultánea­mente, al pasado no superado y a un futuro de conflicto. Pudieran abrirse nuevamente heridas que nunca supieron cicatrizar.

Mucho han intentado hacer algunos revisionis­tas históricos para maquillar la raíz de la Guerra Civil que cubrió de sangre a los Estados Unidos, pero la verdad es ineludible”

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