Crónicas del caminar de venezolanos al Sur
tamos solo dólares en efectivo o depósitos en dólares en un banco en Ecuador. Los parientes son los que pagan la movida que hacemos a cualquier hora del día. Si hay un mínimo de 60 personas, llenamos un bus y lo mandamos de viaje”.
Para salir hay que tener dinero. Eso lo tiene claro Violeta Torres, enfermera de 26 años. Tiene cuatro meses en San Antonio donde llegó “a buscar pesos colombianos para cambiarlos a bolívares y mandarlos a mi mamá y mi hijo. No me puedo ir muy lejos, no tengo ni pasaporte ni dinero”. Trabaja como mesonera y aseadora en un restaurante. Aspira a cuidar a enfermos del otro lado de la frontera, aunque sea cruzando informalmente.
Entre gritos: “Venezolanos con y sin papeles te pasamos rápido pa’ Colombia”, Metro ubica a Jorge y a Fernando, “trocheros” como se definen. No ofrecen sus apellidos por seguridad. Jorge es venezolano y nieto de colombianos. Cobra un promedio de 8 dólares por cada venezolano que desee cruzar la frontera debajo del puente, por la trocha (camino irregular). “Los que no tienen pasaporte y los que huyen de Maduro son mis principales clientes”, dijo. El trayecto es de 15 minutos caminando. Espera por su cédula de ciudadanía colombiana para trabajar en empresas formales de turismo. “Como trochero tengo que pagar vacuna a la guerrilla o a los parcos, y eso no conviene”, relata. Fernando es de Mérida, a cinco horas de San Antonio. Dejó de estudiar Administración por la crisis económica.
Unos metros más adelante, está Hillary Rincón, asesora de turismo. Es venezolana. Trabaja para una empresa de transportación internacional. Su labor es recibir a los potenciales emigrantes venezolanos y guiarlos hasta que salgan de viaje. Es estudiante de comer- cio exterior y en sus vacaciones de verano trabaja en la frontera. Le pagan en pesos colombianos. “Me conviene porque rinde muchísimo en Colombia y compro alimentos para mi familia, algo que no podría hacer si me pagan en bolívares”, explica.
Luego de pasar la aduana principal de San Antonio, en donde la guardia nacional bolivariana requisa maleta por maleta, bolso por bolso, “para evitar tráfico de drogas”, según dice un funcionario, está la plaza Simón Bolívar. Es una estructura que data de los años cincuenta. Sus pisos son de tierra. Las autoridades venezolanas habilitaron taquillas de atención migratoria a los que salen.
Las filas para el sellado del pasaporte son enormes. Si alguien quiere evadir la cola, acude a funcionarios o a algún guardia nacional. La tarifa para el “paso express”, como lo llaman, es de, mínimo, 20 dólares por persona.
Luego de siete horas de cola, Metro habla con Isaura Cabrera y dos de sus hijos, Octavio y Ruth Viloria Cabrera. Ella es enfermera profesional. Ruth estudió Derecho y Octavio estudia la escuela superior. “Como enfermera en el hospital central de Valencia, ganaba una miseria, en Colombia mucho más, y me dio tiempo de juntar dinero y buscar a mis hijos y nieta. En Venezuela, me iba a morir de hambre”, contó. Octavio está deprimido. No se quiere ir, pues deja a la familia y a amigos en Venezuela, pero Ruth está contenta con el cambio.
Pasos más atrás está Mayerlin, quien prefirió no ofrecer su apellido. Su hija se va a Perú. Relató a Metro que el “plan es reunir el dinero que me manden para pagar un bus que me lleve a Perú en el mes de diciembre. Ya no aguanto la separación”. Atravesando el puente Simón Bolívar está migración Colombia. El Gobierno de ese país colocó cercas de metal para controlar el paso de los migrantes y visitantes. No está permitido el paso de autos. El emigrante camina hasta el sector “la parada” y aborda el bus que lo llevará a otro destino.
Etelena Uman Ruiz, de 23 años, quien es licenciada en Artes Escénicas. Se va a Lima, junto a una amiga. “Quizá no consiga trabajo como actriz, pero sé mucho de estética y pongo unas uñas postizas muy bonitas. En Perú, pagan muy bien ese servicio, me han dicho peluqueras venezolanas que viven de eso en Lima”, dice antes de tomar un bus que, en horas, la alejará de los suyos.