Metro Puerto Rico

Soy la #25

A partir de los 25 años se recomienda hacer chequeos mensuales

- MYNELLIES NEGRÓN / PERIODISTA Y BLOGUERA

Hoy todo me ha salido mal. Desde la madrugada con el insomnio que me visita de cuando en cuando (motivado quizás por el estrés), hasta hace unos instantes que todo era gritería y miedo.

Recuerdo el momento exacto en que sonó el despertado­r. Las 5 y 30 de la mañana.

Con dos besos levanté al nene, a quien le cuesta más sacudirse el sueño. La nena, adolescent­e al fin, pelea un poco, pero se adueña del baño por 15 minutos y eso la saca del marasmo mañanero.

Ese día, hubiera pensado yo, era como otro cualquiera. Me vestí con un pantalón blanco y una blusa azul claro. El nene, cuando me vio, reaccionó furioso. Me increpó por qué llevaba puesto un pantalón blanco, que eso eran cosas “de mujeres de la mala vida”. Pasmada, le pregunté que de dónde se sacaba eso, e ignorando mi pregunta, me ordenó ponerme “ropa decente”. Me miré al espejo, y no vi nada de indecente: ni en el pantalón ni en el color. Me quedaba un poco suelto, eso sí, porque he rebajado de tanto llorar y preocuparm­e.

El nene siguió fastidiand­o desde el pasillo y, por un instante, dudé si quien importunab­a era mi hijo de 10 años o su padre de 35. Nunca lo había escuchado proferir aquellas acusacione­s fantasiosa­s, pero no lo culpé, porque es lo que ha escuchado mil veces en labios de su celoso progenitor. Me reí un poco, lo admito, pero me cambié el pantalón para complacerl­o y llevar la fiesta en paz.

Salí de casa aún con el pelo húmedo, sin maquillaje y con prisa. Sintonicé las noticias, curiosa ante la congestión vehicular que hoy parecía peor que nunca. Ahí me enteré de que la mataron: otra mujer víctima de la violencia de género en lo que va del año en Puerto Rico. Dos docenas de mujeres. ¡ Increíble! Me persigné y recé brevemente por ella.

Poco avanzaba en el tapón, y hubo que hacer malabares para que pasaran dos ambulancia­s. Traté de esquivar el carro del lado, pero igual, en medio de la confusión, se llevó enredado el espejo de la puerta del pasajero. Detuve el carro y me bajé a chequear los daños. Resulta que lo provocó un muchachito, a duras penas tendría 17 años; otros tres de su edad iban con él en el auto.

Me acerqué a reclamarle y lo que hizo fue burlarse de mí. Los otros en su carro se reían también y, mientras yo exigía respeto, me gritaban insultos de índole sexual al son de la música estridente que llevaban en su radio. Y así, en medio del tapón, me tuve que tragar el coraje, dar media vuelta (no sin antes tomarle una foto al número de la tablilla y al muchachito mal educado) y volver a mi auto, a seguir como si nada mi día.

En mi cabeza daban vueltas los insultos que anticipaba me diría el padre de mis hijos cuando viera el espejo roto del carro.

Decidí ir al mediodía a un taller cerca de la oficina, a ver si podían arreglarlo. Pero no se pudo. Ese día, todo conspiró para complicars­e en el trabajo.

Cada vez que me acordaba del espejo roto del carro, temblaba. Por menos que eso, el padre de mis hijos me ha amenazado y empujado. “¿Qué hago?”, pensaba yo. Sabía que el seguro me pediría el número de querella para procesarlo como accidente. No tengo tiempo... a menos que salga temprano del trabajo. Sentí un nudo en el estómago y me salté el almuerzo para seguir laborando, con la esperanza de que me dejaran salir antes de mi hora y poder resolver el asunto.

Faltaba media hora para que concluyera mi jornada, y logré convencer al jefe que me concediera esa salida temprana.

Las próximas horas se me fueron en recoger a los nenes, ir al cuartel, hacer diligencia­s, y llegar a casa. Luego hacer comida, recoger, ayudar con tareas escolares, preparar la ropa para el otro día.

Pasaron las horas, y una vez más, nos fuimos a dormir sin que él hubiera llegado a la casa. Llevaba así varios días. No sabía de él, pero anticipaba que cuando por fin apareciera, no iba a ser un inofensivo corderito. Estaba bebiendo sin fin, y había descuidado su apariencia. Los nenes ni siquiera preguntaba­n por él, quizás aliviados porque, al menos, había un poco de tranquilid­ad en casa.

Todo era oscuridad, excepto por el reloj despertado­r, que marcaba las 11:40 de la noche. Fue cuando escuché la puerta de entrada abrirse y pasos en la sala. La piel se me erizó. El corazón se me salía del pecho. Era él y en el día que menos tenía que regresar a la casa.

De un manotazo encendió la luz de la habitación y me señaló profiriend­o las más sucias palabras. Me trató de mujerzuela, de querer llamar la atención de los hombres por considerar usar un pantalón blanco. Me acusó de coquetearl­e a un menor de edad y a los guardias del cuartel. Ahí me di cuenta de que, sin yo saberlo, usaba a mis hijos para alimentar sus celos. Me dijo que, por bruta, me habían dañado el auto.

Se dio media vuelta, y comenzó a golpear la puerta de la habitación del nene. Di un salto y corrí a proteger a mi hijo. Me recibió con un puño en la barbilla. Encontré la fuerza para colocarme entre él y la puerta de la habitación de mi hijo. Me agarró por el pelo. Me arrastró hasta la sala. Me tiró contra el mueble. Pateó mi barriga. Yo le gritaba a los nenes y les decía que no salieran de sus habitacion­es, que llamaran a la Policía. Eso lo volvió más furioso. Me agarró otra vez por el pelo, me tiró contra la pared.

Mis pensamient­os eran confusos. No podía respirar. Lo único que quería era proteger a mis hijos y que aquella pesadilla terminara. Entonces... escuché un clic. Seguido por un disparo ensordeced­or. El piso se hizo agua y yo me hundía en él. Y de repente, otros dos disparos.

Cuando finalmente abrí mis ojos, flotaba en el aire. Llevaba puesto mi pantalón blanco y una blusa blanca. Miraba desde el techo una escena que parecía sacada de una película de terror. Allí, en un enorme charco de sangre yacía mi cuerpo. Y a mi lado, él.. inerte también.

Nada me había salido bien en este día, el día en que me mató su rabia. El día en que me moría de miedo. El día en que, por primera vez, reconocí en mi hijo la misma conducta controlado­ra de su padre. El día en que me convertí en la número 25 entre las mujeres muertas por violencia de género en Puerto Rico.

Desde luego, este es un relato ficticio. Escribirlo e imaginar el miedo de su víctima, me estremeció. Ponerme en su lugar, saber que todo pasó muy rápido y sin mediar palabra, me llena de tristeza. Pensar que la conducta del padre la repite el hijo, que manipula a sus hijos y las situacione­s para infundir miedo, me enferma. He escrito este relato para que cobremos conciencia de que no podemos quedarnos callados ante la violencia rampante que sigue cobrando víctimas: de género, de gente inocente, rompiendo familias. Deja demasiadas cicatrices imborrable­s, y voltearle la cara a esta realidad nos hace cómplices. ¡Basta ya!

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