La distancia entre un mar y la cárcel
El alto costo de contratar un abogado, el inglés y un sistema carcelario insensible complican la situación de familias en Puerto Rico con familiares encarcelados en Estados Unidos.
Pedro Roig y Doris González viajaron por la autopista interestatal 35 norte de Texas a Iowa, atravesando una tormenta de vientos de más de 60 millas por hora que trajo nieve y provocó tornados por la zona del Medio Oeste de Estados Unidos.
Iban en un carro alquilado, compacto, que se tambaleaba cada vez que los camiones le pasaban por el lado. La ruta era de 829 millas (12 horas de viaje como mínimo) y la estaban recorriendo por primera vez. Era la única manera que tenían, y ese fue el día que les tocó, un sábado 5 de marzo de 2022, para poder ver a su hijo encarcelado, al que no veían hacía cinco años.
Llevaban tiempo ahorrando para ese momento. Primero viajaron desde Puerto Rico y para aprovechar el viaje pararon en
Texas, en donde vive otro hijo, para luego ir a ver al que está encarcelado en Iowa. El plan era alquilar un cuarto en un hotel barato y quedarse una semana para verlo todos los días.
Tras ese viaje largo, por fin, lograron verlo.
Pero solo después de una pelea burocrática en la que la visita casi queda cancelada por tecnicismos. Al final, contrario a lo planificado — estar una semana entera y verlo todos los días — el Departamento de Corrección de Iowa autorizó una visita de dos horas solamente.
Pedro y Doris viajaron de vuelta a Texas, bajo el mismo mal tiempo. Y su hijo, Carlos Roig, de 37 años, oriundo del pueblo de Juncos, Puerto Rico, se quedó en donde estaba: en la Cárcel Estatal de Iowa, una prisión de máxima seguridad en un área de planicies desoladas cerca del Río Mississippi.
Pocas pruebas y medio siglo de cárcel
Pedro y Doris, de regreso en Puerto Rico, siguen con el mismo deseo, o con esa necesidad intrínseca de volver a ver a su hijo. Ha pasado más de un año de ese viaje y como si se tratase de un reto trascendental al sistema carcelario, el padre, Pedro, dice “lo sacamos de la cárcel en la mente”.
Es sábado por la mañana y el calor se siente como de mediodía. Pedro está sentado en un sofá gris en la sala de su casa en Juncos. Tiene espejuelos de pasta negros y por la cabeza sin pelo le bajan gotas de sudor. Doris, sentada a su lado, tiene los ojos azules, el pelo blanco y el sudor le baja por los cachetes. En la casa no hay luz: el servicio de energía eléctrica volvió a fallar. Al fondo se escucha el ruido de una planta eléctrica. En la sala también se escucha la voz de Carlos, el hijo encarcelado en Iowa, por medio de una videollamada. Su madre tiene el teléfono en la mano y por instrucciones de él lo inclina en un ángulo para que solo aparezcan ella y Pedro en la pantalla. Más nadie tiene permiso de las autoridades carcelarias para participar en la conversación.
La casa de su familia, que también fue su casa, queda en el casco urbano de Juncos, un pueblo del área central este de Puerto Rico. Tiene un balcón minúsculo, con rejas, que da a una calle estrecha llena de carros parqueados en la acera. Pedro trabaja en Puerto Rico Ferry, el servicio de lanchas que van a Vieques y Culebras desde Ceiba. Antes trabajaba en la Autoridad Metropolitana de Autobuses. Doris trabaja en la casa.
En la pared del pasillo que va de la sala a la cocina hay un árbol familiar con el título Familia Roig, hecho con letras de papel de colores diferentes cada una. En las ramas hay fotos familiares enmarcadas. Entre ellas, una que se tomaron junto a su hijo la única vez que han podido visitarlo desde que lo encarcelaron el 24 de enero del 2018, acusado por una combinación de tres robos menores donde no hubo uso de armas de fuego ni personas heridas.
“Ahora mismo estoy sirviendo una condena de 50 años, con 35 años de mandatory minimum (sentencia mínima obligatoria)”, me contó Carlos en una llamada telefónica.
Su padre, Pedro, se había comunicado por carta con el CPI luego de la publicación de la serie “La diáspora invisible: boricuas en cárceles de Estados Unidos”. Quería contar la historia de su hijo porque entiende que la condena que le impusieron fue desproporcionada, y que el sistema público de defensa post sentencia, al que tiene derecho su hijo en el estado de Iowa, le ha fallado.
Después de varias conversaciones telefónicas con su padre y su madre, le escribí a Carlos por el servicio de correo electrónico CorrLinks, para el que hay que pagar 25 centavos por cada mensaje. Durante dos semanas conversamos por teléfono en cuatro ocasiones. Las llamadas desde la Cárcel Estatal de Iowa, en Fort Madison, son gratuitas y duran solo 20 minutos, una vez al día. Pero el acceso al teléfono no está garantizado. Al terminar una de las llamadas Carlos me dijo “te llamo mañana, si no pasa nada, porque estoy en una máxima seguridad”.
“Primero me acusaron de un robo a una joyería Kay Jewelers [en Cedar Falls, Iowa]. No tenían suficiente evidencia. Me acusaron de dos robos más básicamente como a la semana o dos semanas… Literally el police report dice que era un small man with a mexican accent y estaba enmascarado, esa fue la comparación”, dijo Carlos.
De pequeño vivió y estudió en New Jersey, en donde se conocieron y se casaron Pedro y Doris en 1979. En Puerto Rico, cuando tenía entre 26 y 27 años, tuvo problemas de adicción y estuvo dos años en la cárcel por un caso de doble asesinato, por el que fue excarcelado después de testificar para la fiscalía. El Gobierno le prometió protección, pero dice que no cumplieron.
“El Gobierno de Puerto Rico básicamente me abandonó. Después que ellos sacaron una confesión yo tuve que quedarme escondido casi ocho meses en casa de mis papás, sin salir. En lo que pude conseguir para venir para acá para Iowa con una amiga. Esa fue la razón por la cual yo vine a Iowa”, me contó Carlos en una
llamada.
En Iowa consiguió trabajo en un casino. Pero cuando el dueño descubrió su récord, lo despidió. A Carlos lo arrestaron en Cedar Fall, en donde vivía con su pareja, una ciudad de poco más de 40,700 habitantes donde el 91.2 % son blancos, 1.3 % negros y 2.7 % latinos.
La defensa legal de Carlos señaló falta de evidencia, argumentando que el Estado no pudo probar que un cuchillo presuntamente usado en el robo era un arma peligrosa. El cuchillo fue descrito por un oficial como de aproximadamente dos a tres pulgadas. También cuestionaron la falta de evidencia para identificar a Carlos. Pero el jurado falló en su contra. Los medios de comunicación del área cubrieron el caso extensamente y publicaron fotos de Carlos, en ese momento con 34 años de edad.
“Es frustrante el pensar que puedo morir aquí”, me escribió Carlos en un correo electrónico.
En el pasillo de la casa de la madre y el padre se ven otras fotos, como una en la que Carlos está en una cama jugando con su hijo. Ahora el niño tiene 10 años y duerme en uno de los cuartos al final del pasillo de la casa de sus abuelos. Es octubre y en la sala hay un árbol de Navidad.
“Eso que ves ahí fue que lo encontramos en especial y lo empezamos a montar”, dice Pedro señalando
el árbol, como excusándose por haberlo montado tan temprano. “Él me decía, esto no lo hago esperar, si nos da ánimo, porque… una depresión bien brutal y pues, lo montamos porque tenemos mucha fe en Dios que mi hijo por lo menos va a tener una oportunidad”, dice Doris con la voz entrecortada.
Miles de familias y la comunidad
Esta es una de las miles de familias puertorriqueñas que viven la misma situación. Un hijo, un padre, un amigo, una hermana o una madre, encarcelados en Estados Unidos. Solamente contando los seis estados con más puertorriqueños, Florida, Nueva York, Pensilvania, Nueva Jersey, Massachusetts y Connecticut, había 5,326 hombres y 148 mujeres que nacieron en Puerto Rico cumpliendo sentencias en cárceles estatales, según datos de entre diciembre de 2022 y febrero de 2023, reveló el Centro de Periodismo Investigativo.
“Cuando alguien va a la cárcel no va solo. Va con su familia y con sus amigos. Yo le llamo ‘la sentencia escondida’, porque la gente afuera está cumpliendo la sentencia con sus seres queridos”, dice Julia Lazareck, presidenta de Prison Families Alliance Inc., organización con sede en Las Vegas, Nevada, que da apoyo a familiares de personas encarceladas.
Eneida Colón coincide. “Nosotros también estamos presos de ellos”, dice. Con “ellos” se refiere al sistema carcelario. En particular a la cárcel federal de Florida en donde está encarcelada su pareja.
Colón es de la isla municipio de Vieques. En septiembre de 2023, su pareja se entregó al FBI por un caso de narcotráfico. Estuvo un tiempo en el Centro de Detención
Metropolitano federal en Guaynabo. Cuando fue sentenciado a nueve años de prisión, lo trasladaron a la institución Coleman, una cárcel federal de mínima seguridad en el condado de Sumter, Florida Central, a una hora del aeropuerto de Orlando.
Para poder visitarlo, Colón llenó la documentación requerida y la envió por correo. Pero se la devolvieron por haberla enviado en un sobre color marrón. Tenía que ser blanco. La volvió a enviar, siguiendo las instrucciones, y se la aprobaron.
En diciembre pasado, después de reunir el dinero, Colón hizo su primer viaje para visitar a su pareja, junto a la madre de él, que tiene 75 años, una hija de cinco y un hijo de 18 que tiene necesidades especiales.
“Nosotros vivimos en Vieques, tenemos que coger un bote, viajar una hora y pico si es el ferry de carga, buscar dónde dormir. Viajar hasta San Juan, viajar en avión”, dijo Colón.
En Orlando tuvo que gastar alrededor de $500 en un carro alquilado y reservar dos noches en un hotel. Cuando llegó al portón de la cárcel, el 23 de diciembre, un día antes de Nochebuena, le dijeron que las visitas habían sido canceladas.
No era la primera vez. En noviembre, el hermano de su pareja, también de Vieques, había comprado pasajes para la familia, alquilado carro y reservado hotel. Pero cerca de la fecha de la visita, se la cancelaron. Perdieron alrededor de $2,000, lo mismo que gastó Colón en diciembre.
Esta historia se publica en Metro
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