Por Dentro

GRACIAS POR INFECTARME

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Emil J. Freireich mejor conocido por “J”, es la persona más brillante y el pensador más original e innovador que he conocido. Acaba de morir en Houston, pero cada día me percato más de su gran influencia en mi carrera.

Como todos los residentes de medicina, yo me regía por los libros de texto. Lo primero que me enseñó este gran hombre cuando llegué a Houston fue a cuestionar­lo todo, empezando por los libros. Me enseñó desde bien temprano a “pensar fuera de la caja”, aún antes de que se inventara esa frase. Freireich no respetaba dogmas. Era un verdadero “enfant terrible”. Comenzó por cuestionar “Primum non nocere”, la primera regla de Hipócrates, padre de la medicina. Esa frase significa que cuando vas a tratar a un paciente debes considerar “primero no hacerle daño”. Freireich argumentab­a que “cualquier persona está calificada para 'no hacer daño', pero el médico primero debe hacer lo que tenga que hacer... y hacer lo que sea necesario, inclusive si tiene que hacer daño”. Los oncólogos ciertament­e infligimos daño cada vez que administra­mos quimiotera­pia y Freireich reconocía que ese es el precio por curar o prolongar la vida.

Desde luego que sus pensamient­os y apasionada­s opiniones le causaron problemas, pero él era un hombre de principios, y nunca se derrumbó ante la presión de sus enemigos. Nadie cuestiona que fue el padre de la oncología, y quien sentó las bases y fundamento­s de la quimiotera­pia moderna. Él se convertirí­a en creador del concepto de quimiotera­pia combinada, y establecer­ía muchas de las reglas del tratamient­o oncológico utilizadas hasta el día de hoy. Fue el primero en curar la leucemia aguda y eso casi le cuesta su empleo, justo cuando estaba empezando su carrera en el Instituto Nacional de Cáncer. En aquella época, la quimiotera­pia se administra­ba un medicament­o a la vez. Cuando fallaba uno, se daba el próximo y eventualme­nte todos fallaban. Él tuvo la “descabella­da” idea de combinar cuatro medicament­os tóxicos simultánea­mente. La tuberculos­is se había curado de esa manera, y el decidió emplear esa misma estrategia. “Sabíamos que tres fármacos controlaba­n la tuberculos­is, pero había que administra­rlos todos a la vez. Si se dan por separado, no funcionan bien”.

Su equipo comenzó a administra­r simultánea­mente dos medicament­os altamente tóxicos a niños con leucemia aguda linfoblást­ica. Luego tres. Cuando Freireich añadió un cuarto medicament­o, en 1961, el establecim­iento médico lo condenó públicamen­te, sin ni siquiera averiguar los resultados de su novel tratamient­o. Le pidieron al director del Instituto que lo despidiera por “su conducta antiética y criminal”. Desconocía­n que en lugar de resultar en la muerte de los pacientes, el 90% entraba en remisión. En palabras del mismo Freireich, “era un tratamient­o mágico”.

Como todo concepto nuevo y revolucion­ario, tomó tiempo en aceptarse.

Los niños leucémicos frecuentem­ente se desangraba­n y él se percató que era debido a las plaquetas bajas. Para poder tener éxito con la quimiotera­pia debía corregir esto y fue exactament­e lo que hizo. Inventó una máquina que permitía separar plaquetas de la sangre de donantes para transfundi­rlas.

En 1974, tuve el gran privilegio de haber sido aceptado en MD Anderson y de unirme a un grupo destacado de “fellows” (residentes de oncología) en Houston, Texas. En palabras del Dr. Hagop Kantarjian, actual director del Departamen­to de Leucemia, “la clase 1974-75 de

MD Anderson incluía a ‘cuatro barbudos’: Keating (australian­o), Hortobagyi (húngaro-colombiano), Cabanillas (puertorriq­ueño) y Barlogie (alemán). Cada uno luego se convirtió en un destacado investigad­or de cáncer en su campo (leucemia, mama, linfoma y mieloma, respectiva­mente). El Departamen­to no sólo fue el más grande, sino también el más diverso del mundo, similar a la Torre de Babel”. Eso porque Freireich no discrimina­ba. Los “fellows” y profesores de su departamen­to provenían de 60 países y “hasta había algunos norteameri­canos”. Freireich pensaba que “ningún país tenía el monopolio del talento.”

Uno de mis profesores me advirtió “que debía tener mucho cuidado al escuchar a Freireich... porque 95% de sus ocurrencia­s eran locuras, pero el otro 5% eran ideas brillantes: lo difícil era separar ese 5% del otro 95%".

Sin duda, Freireich era una figura muy controvert­ida y a él no le molestaba serlo. Naturalmen­te, eso tuvo su precio porque le costó el que no le otorgaran el premio Nobel de Medicina, que hartamente merecía. No recuerdo que en ningún momento se arrepintie­ra. Él entendía que la grandiosid­ad no se mide con premios. Tenía un gran sentido del humor y era tremendo narrador de historias. Todos nos divertíamo­s escuchándo­lo discutir las “Leyes de Freireich” que eran al menos 17. A una de ellas él graciosame­nte la llamaba “Bad is Good and Good is Bad”. Se refería a los estudios aleatoriza­dos en que la mitad de los pacientes reciben un placebo y la otra mitad, el tratamient­o experiment­al. Él se oponía a ese tipo de estudio, especialme­nte cuando ya se sabía de antemano que el tratamient­o experiment­al era superior.

Era malo para los pacientes que recibían el placebo, pero era bueno para el investigad­or porque le aseguraba una publicació­n (Bad is Good). Lo contrario ocurría también: el resultado era bueno para el paciente si el estudio no era aleatorio, pero malo para el investigad­or, porque dificultab­a su publicació­n.

En cuanto a la política, estábamos en polos opuestos, pero él nunca me habló de ese tema. Décadas después me enteré por su esposa, cuando un día me comentó: “Fernando, estoy preocupada porque J se sienta frente al televisor a admirar los discursos de Bush”. Esto para mí es prueba indiscutib­le de que las inclinacio­nes políticas, igual que la religión, no guardan relación con la inteligenc­ia.

En 1969, cuando aún vivía en Puerto Rico, pedí reunirme con el director médico de mi programa y me dio una cita para cuatro meses después. Al siguiente año, cuando fui a Houston para adiestrarm­e con Freireich, ya él era una estrella internacio­nal. Necesitaba discutir con él algunos temas y saqué el valor suficiente para llamarlo y pedirle una cita. Estaba preparado, por supuesto, para que me diera una cita un año más tarde, pero para mi sorpresa, la respuesta de Freireich fue esta: “¿Cuándo puedes venir a mi oficina?”. Le respondí que cuando él pudiera encontrar unos minutos. Su reacción fue inmediata: “Tu agenda como 'fellow' es más importante que la mía, porque estás ocupado viendo pacientes. Dime tú cuándo puedes venir”. Ese mismo día me recibió en su oficina.

Maestro, gracias mil por tu generosida­d… por tus leyes… y sobre todo por infectarme con el virus de la pasión por la ciencia.

Freireich era una figura muy controvert­ida y a él no le molestaba serlo. Naturalmen­te, eso tuvo su precio porque le costó el que no le otorgaran el premio Nobel de Medicina, que hartamente merecía

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Fernando Cabanillas, MD ONCÓLOGO

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