EL ÚLTIMO GORRAZO DE ’PEAKY BLINDERS’
La familia Shelby se despide. Repasamos su legado ante el estreno en Netflix de la sexta y última temporada de la gran serie europea de la última década
El imperio Shelby llega a su fin. Desde aquel lejano día de 2013 en que vimos a Thomas Shelby montar un caballo negro bajo un conjuro gitano, lo hemos visto junto a su familia trapichear con apuestas, votos, drogas… enriquecerse con cualquier cosa que fuera ilegal. Asesinar, resucitar y suicidarse. Amar. Ser padres y huérfanos. Pero ha llegado la hora de jubilarse. A fin de cuentas, los felices años 20 ya han pasado a la historia. La sexta temporada de Peaky Blinders, ya un clásico de Netflix, empieza en la década de los 30 y ahí acaba. Lo hemos pasado bien. Muy bien. Es el momento de echar la vista atrás a un legado que se antoja inolvidable. Es hora de escuchar, por última vez, la canción Red Right Hand de Nick Cave en sus títulos de crédito. ¡Por orden de los Peaky Blinders!
EL AMIGO AMERICANO
Las relaciones entre los Shelby y EEUU nunca han sido sencillas. Recordemos sus problemillas con el primo Michael Gray o que casi se arruinan por esa cosilla del crack del 29. Sin embargo, la existencia de la serie no puede explicarse sin el país del Tío Sam. Steven Knight llevaba ¡12 años! trabajando en el proyecto. En HBO, un poco menos intentando encontrar un sustituto a Los Soprano. Creyeron encontrarlo en Boardwalk Empire, que era un Soprano de época escrito por uno de sus guionistas y en la BBC se encendieron todas las alarmas: a tradición, a ellos, no les ganaba nadie.
UN ENTORNO PECULIAR
Si la localización de una historia es media serie, en el caso de Peaky Blinders, podría ser tres cuartos. Nadie había pensado nunca en convertir Birmingham en el lugar atractivo para ambientar una historia glamurosa. Aunque sea la segunda ciudad más poblada del Reino Unido, no deja de ser un paraíso industrial que te puede ennegrecer los pulmones con solo consultar su entrada en Wikipedia. Sin embargo, Knight consiguió estetizar ese ambiente decadente y sacar luz de la oscuridad.
UN ANTIHÉROE CARISMÁTICO
Para durar una década y seis temporadas necesitas un personaje que enamore a la audiencia. Knight lo logró con Cillian Murphy. Un héroe en la guerra, un villano en la paz. Mezcla de Tony Soprano (por su crueldad y problemas mentales) y Michael Corleone (por ir siempre dos conspiraciones por delante que el resto), Shelby es ya uno de los personajes fundamentales de la televisión del siglo XXI. Todo en él es icónico: desde su mirada azul a sus curiosos cortes de pelo, sin olvidar, claro está, la parpusa, que es como se llama su gorra.
SECUNDARIOS DE CAMPANILLAS
Estrellas como Julia Roberts o Brad Pitt han declarado su pasión por la serie. Su prestigio ha hecho que a Cillian Murphy le haya acompañado lo mejor de lo mejor de las islas: Tom Hardy en su enésimo papel de bruto (esta vez judío), Stephen Graham como sindicalista, Paddy Considine como párroco pedófilo, Sam Neill como implacable brazo de la ley… pero también han atraído talento del otro lado del charco, como el del oscarizado Adrien Brody en el papel de la competencia siciliana o la chica del momento, Anya Taylor-Joy, una flapper tan estilosa como retorcida.
TODO HA PASADO YA ANTES
En el fondo, la gran intuición de Knight ha sido plasmar en imágenes el viejo axioma de que todo ha pasado… y volverá a pasar. La razón del atractivo de Peaky Blinders nace de su convicción de que el mundo que conocemos se parece (tal vez demasiado) al mundo que conocimos. Caos político, caos social. Los hampones se las ven con cuestiones étnicas ( judíos, gitanos), nacionales (irlandeses, italianos, rusos) y políticas. Sobre este último punto, asistimos a un inquietante paralelismo entre el Birmingham de los años 20 y el de hoy, un crisol para el nacimiento de extremismos. La trama de la organización del movimiento fascista inglés, o la utilización de las organizaciones obreras por los sindicatos del crimen, ponen los pelos como escarpias, y nos recuerdan que la barbarie puede atravesar la pantalla con más facilidad de lo que creemos. La más que dudosa actividad de un gobierno, liderada por Winston Churchill, nos recuerda que hasta los políticos más reconocidos también tienen sus borrones. ●