El imperio de Schrödinger
Uno de mis parientes, ya más en la edad de las pruebas médicas que de las bodas, sabe de antemano qué le dirán, qué nos dirán a todos los médicos. Si el resultado es negativo, con un leve dejo de rabia dice: «Ya sabía yo, tenía esa impresión». Si sale todo bien, insiste: «Yo ya lo sabía, me daba buena espina». Obviamente siempre tiene razón, y me pregunto en qué momento entre el análisis y los datos impresos se deshace ese equilibrio de Schrödinger entre la tragedia y la salvación, entre encontrarse sano y enfermo al mismo tiempo.
Pensaba que el don de la infalibilidad pertenecía únicamente a mi familia hasta que estas últimas semanas he descubierto que más que de un don se trata de un virus, y que se ha extendido, como la bronquiolitis, del análisis médico al político, desde la ley del ‘solo sí es sí’ a las huelgas médicas, de los nombramientos del Poder Judicial a la investigación de lo ocurrido en la frontera de Melilla.
Dado que ya nadie, nunca, bajo ningún caso ni presión, se rebaja a disculparse ni mucho menos reconocer un error, durante el tiempo en el que la antigua verdad aún se sostiene y la nueva comienza a formularse, se produce una expansión cada vez más firme del imperio de Schrödinger. Todo es posible a la vez: la ley puede o no revisarse porque puede o no contener errores y puede, o no, favorecer a los agresores. La huelga puede que exista, o quizás no; el problema se subsanaría si alguien abriera la caja, y dictara, por fin, el fin de la paradoja. Pero la realidad resulta mucho más rentable cuando está suspendida en el tiempo, sin historia pasada ni contexto: solo hay que dictaminarla antes que nadie.
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