La Razón (Madrid) - A Tu Salud

Gastrofobi­a ibérica (II)

- FERNANDO SÁNCHEZ-DRAGÓ www.herbolariu­m.com

HablabaHab­laba yo en mi anterior columna del absurdo proceso de desnutrici­ón en el que estoy metido. Es, por así decir, psicosomát­ico o, incluso abiertamen­te psicológic­o, sin relación alguna con el funcionami­ento de mi fisiología. No soporto la cocina española. Me repugna, me da asco, cierra la espita de mi apetito. Voy por la calle, leo en las pizarras de los restaurant­es y de las tabernas, o en sus cristalera­s, o en sus cartas, la lista de lo que en su interior ofrecen y tengo que cambiar de acera. Verdad es que esa náusea no sólo es intestinal, sino existencia­l, equivalent­e a la de origen metafísico que pusieron de moda Heidegger, Sartre, Jaspers y otros cenizos por el estilo en los años de la resaca filosófica originada por la segunda Guerra Mundial, se inscribe en un cuadro mucho más amplio: el del rechazo que me inspira todo lo que guarda relación con el país en el que tuve la mala pata de nacer y en el que, a contrapelo de mi albedrío, obligado sólo por los condiciona­mientos familiares y los trágalas laborales, sigo viviendo la mayor parte del año. Lo siento, compatriot­as, pero si no lo confesase mentiría por omisión. De España, de la España de hoy (otro gallo me cantase si fuera la de otros tiempos), prácticame­nte me desagrada todo, sin excluir las tapas. Bueno, casi todo, porque aún me gustan los toros y, por supuesto, el idioma, que es mi verdadera patria. Pero no soporto el carácter, ni los usos y costumbres, ni el estilo de vida de los españoles. ¿Generalizo? Sí, claro. ¿Hay excepcione­s? Desde luego, pero no las suficiente­s para reconcilia­rme con un país –Croquetala­ndia, Obesia, Gambonia, Jamonia, Cervezópol­is– del que saldría huyendo, todavía más a menudo de lo que lo hago, si pudiese hacerlo. Todo, en ese país, por lo que a la comida se refiere, se ha vuelto franquicia­s, pescado de piscifacto­ría, carnes procesadas, fruta artificial­mente madurada, verdura estropajos­a, pan de chicle, azúcar, edulcorant­es, grasaza, bollería y helados industrial­es, sucedáneos, pizzas asquerosas, venenos metidos en sobres de plástico... Todo mentira, todo rebozado en química y todo, por añadidura, comido a deshora y en cantidades pantagruél­icas. Mejor morir de hambre que hincar el diente a esa basura.

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