Hijos imperfectos

MiMi propia madre esperaba otra hija en mí. Como ella no pudo estudiar, y esa era su gran frustración, soñaba con una niña de matrícula de honor. No fue así. Aunque, siendo ya adulta, hice lo imposible para complacerla. Recuerdo que en el estreno de una de mis obras, refiriéndose a sus hijos, me comentó: «Vosotros sois mis obras». Pero, sin duda, yo no estuve a la altura de sus sueños. Porque, aunque le satisfacía mi profesión, no llenaba su vacío existencial. Luché por cumplir su deseo porque también deseaba su amor supremo, pero me di cuenta de que eso está por encima de cualquier ambición. Mi madre no me quiso más por mis éxitos. De hecho, su hijo predilecto fue el más vulnerable y humilde. Ahí aprendí mi primera lección sobre el amor humano: no nos quieren más por lo que hacemos, ni por lo que tenemos, ni por lo lejos que llegamos. El amor a los otros es un

«Cuando hay sentimiento y a esas personas diferentes se las conoce, comenzamos a soltar prejuicios»

misterio. Pero siempre ha de empezar por ser propio. Los hijos, en la mayoría de los casos, somos imperfectos para los padres. Sin embargo, a su manera, acaban perdonando a su prole. ¿Cuántos no aceptan a un hijo por ser homosexual, o migrante, o por padecer una enfermedad mental, o trans, o parado… o cualquiera de las cosas que esta sociedad cuestiona? Pero la sociedad excluye porque es un ente que carece de corazón. Cuando hay sentimientos y a esas personas diferentes se las conoce, o son un hijo, un sobrino, un amigo del alma, comenzamos a sensibilizarnos y a soltar prejuicios. Por eso es difícil comprender que haya personas que desprecien a los colectivos de riesgo, difícil a no ser que padezcan una carencia absoluta de amor propio o de empatía. Desafortunadamente hay un número importante de psicópatas en la sociedad que carecen de ella. Personas a las que esa falta de compasión les ayuda a llegar a altos puestos de poder. Llegar y empeorar el mundo.