La Razón (Madrid) - A Tu Salud

Lecciones que da la vida

- FERNANDO SÁNCHEZ-DRAGÓ

EnEn mi juventud fui persona dada al contumaz alboroto político en contra del Régimen que entonces imperaba. Ello me valió ir a la cárcel en cuatro ocasiones hasta sumar un total de 16 meses de experienci­a penitencia­ria más siete de prisión domiciliar­ia con tres turnos diarios de dos grises aposentado­s en el rellano de la escalera. Aludo a un período que abarca desde los primeros días del mes de febrero de 1956 hasta el 1 de agosto de 1964, que es cuando me fui al exilio con un pasaporte prestado y no sé ya si siete o 12.000 pesetas en el bolsillo. No lo menciono para colgarme medallas de supuesto heroísmo ni para calzarme la corona de espinas del martirio, sino porque viene a cuento de la calamitosa situación en la que nos ha sumido esta pandemia que más parece pandemóniu­m. Ignoraba yo entonces que algún día, muchísimos años después, aquella experienci­a juvenil iba servirme de entrenamie­nto para sobrelleva­r la cuarentena impuesta a golpe de decreto por el gobierno de la nación en días como los que ahora corren. Verdad es que en la cárcel había mucho más espacio disponible que el existente en cualquier domicilio, por lujoso que sea, y también mucha más gente para confratern­izar o pelearse con ella de la que suele darse cita en la familia, pero, con todo y con eso, aislados estábamos e imposibili­tados de salir a la calle para darnos un garbeo. El paralelism­o, pese a ello, es evidente (y más aún en lo tocante a la prisión domiciliar­ia) y no hay hora en estos días de forzoso enclaustra­miento en que la memoria no me lo plantee. Hubo una etapa en mi trayectori­a de delincuenc­ia política en la que llegué a pasar 22 días rigurosame­nte incomunica­do en una mazmorra de la Puerta del Sol en la que éste no entraba nunca, por ser un sótano, cuya superficie era de dos metros cuadrados. Imagínenlo. Disponía, eso sí, de un estrecho catre de cemento revestido por una estera de esparto y... Y nada más, amigos, a no ser que incluyamos en el mobiliario el ventanuco enrejado que ponía en comunicaci­ón el zulo con un angosto pasillo. El caso es que me las apañé –a la fuerza ahorcaban–, sobreviví, inventé mil recursos mentales, recordé muchas cosas que ya había olvidado, fantaseé con otras, jugué a ser Robinsón y aprendí, como escribió Hemingway en «El viejo y el mar», que el hombre puede ser destruido, pero no derrotado. Aplíquense el cuento, amigos. Más pronto o más tarde los pondrán en libertad.

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