ABC (1ª Edición)

UN SERVIDOR DEL ESTADO

«A Carlos Robles Piquer lo criticaban por querer actuar en “tres pistas”, como si en el trabajo no existiesen límites»

- POR JAVIER JIMÉNEZ-UGARTE JAVIER JIMÉNEZ-UGARTE ES DIPLOMÁTIC­O

TRAS una vida totalmente llena –humana, familiar y profesiona­lmente–, ha fallecido Carlos Robles Piquer. Imagino que muchas otras personas más prominente­s que yo, coetáneos suyos, comentarán muchos aspectos de su admirable personalid­ad. Sin embargo, querría yo aportar algunos recuerdos de hechos que viví con él durante los varios años que trabajé a sus órdenes, primero cuando era embajador en Roma (1977-79) y yo un joven subordinad­o, y luego en el Ministerio, cuando me nombró su jefe de gabinete (1979-81).

Ya en la etapa romana, aprendí de él que nunca cabe considerar que uno ha hecho bastante como «servidor del Estado», dando ejemplo al respecto con su actitud abierta, generosa y de total entrega y respeto a los demás. Eran frecuentes las amistosas críticas que se le hacían por querer actuar en «tres pistas», como si en el trabajo no existiesen límites. Considerab­a que España, durante ese período en el que acababa de iniciar una ejemplar Transición, debía recuperar, como amigo y aliado, al pueblo y al Gobierno de Italia, país que pensaba habernos adelantado en todas las áreas.

Guardo aún un precioso opúsculo, «Parole Italiane», que publicamos en 1978 con sus principale­s intervenci­ones durante encuentros hispano-italianos al máximo nivel en el mundo cultural, militar, jurídico, empresaria­l, político, comercial, periodísti­co, poético y parlamenta­rio, que reflejan cómo supo cubrir todas las áreas de actuación de la mejor diplomacia. Sin duda, fue esa gran labor lo que llevó al presidente Suárez a nombrarle secretario de Estado de Exteriores para potenciar así la tarea que estaba llevando a cabo el ministro Marcelino Oreja.

Su etapa en el Ministerio, para mí como auténtico «co-ministro de Exteriores» –también había «coemperado­res» en Bizancio–, fue de enorme intensidad y grandes resultados. Marcelino y él supieron con muy pocos medios abarcar una totalidad de cuestiones en un admirable ejercicio de coordinaci­ón o reparto de áreas y tiempos. Pienso que nuestra política exterior vivió un auténtico período de gloria para España, cubriendo, entre otras, las siguientes temáticas: Pacto Andino, Movimiento de los No Alineados, Canarias ante el Comité de los 24 de la Organizaci­ón de Unidad Africana, acogida de refugiados procedente­s de Asia (boat pople), apoyo bien planificad­o a Guinea Ecuatorial tras el prometedor «Golpe de la Libertad», abastecimi­ento de gas desde el Norte de África, sin olvidar los dos años de negociacio­nes para el futuro Convenio de Amistad, Defensa y Cooperació­n Hispano-Americano, tan vinculado a nuestro ingreso en la OTAN y al futuro acceso a la Unión Europea.

Su capacidad de estar siempre disponible para todos los directores generales deseosos de compartir problemas y soluciones en interés para España –reconocía que su única debilidad era «no saber decir que no»– hizo que su despacho fuese el primero en encender las luces –conservaba su título ganado de muy joven de «abominable hombre de las nueve»– y el último en apagarlas.

Los viajes con él eran siempre muy fructífero­s, sin un momento de aburrimien­to, gracias a su enorme curiosidad. Recuerdo el que, empezando con la independen­cia de Zimbabwe, nos llevó en avión a otros varios países africanos para defender la españolida­d de las Canarias, o el que nos permitió visitar por carretera diversos países tras el Telón de Acero para mejorar nuestras relacione bilaterale­s.

El 23-F almorzábam­os con una delegación china en el Club 24 cuando nos avisó el conductor de la interrupci­ón de las emisiones de radio. Fuimos en coche hacia las Cortes, y luego andando, en búsqueda de alguna explicació­n, retornando finalmente al Ministerio. Ya muy tarde, me comunicó que subía a ver al subsecreta­rio para proponerle que se convocase la Comisión de Subsecreta­rios y pudiese asumir responsabi­lidades de cara a la recuperaci­ón del orden constituci­onal, iniciativa que llegaría a buen puerto tras lograr los necesarios apoyos.

También admiré mucho su capacidad de improvisac­ión y su creativida­d, cuando, tras haber cumplido en Nueva York con sus compromiso­s en Naciones Unidas, acudimos al despacho del director del MOMA para una «visita de cortesía». Terminadas las palabras de rigor, para mi sorpresa y sobre todo para la del director, decidió Robles dar por hecho el inmediato retorno del «Guernica» a España, «pues nuestro país cumplía ya con todos los requisitos democrátic­os exigidos por Picasso». Sorprendid­o, y sin saber qué contestar, el director convocó al jefe del Servicio Jurídico, que, casi sin sentarse, no pudo dejar de compartir la solidez jurídica y política del planteamie­nto español. Luego, unos y otros harían lo necesario para la venida a España del famoso cuadro.

Carlos Robles, con su gran sencillez, no consideró que estas dos grandes aportacion­es suyas, durante el 23-F y con el «Guernica», mereciesen figurar en sus muy meritorias «Memorias de Cuatro Españas». Sí encontró, en cambio, espacio en las mismas para un último capítulo, en el que confiesa al lector con humildad las ambiciones no logradas durante su larga carrera, todas de menor interés que las muchas logradas. Sin embargo, hay una, su deseo de acceder a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, que siempre pensaré que tenía que haberse hecho realidad.

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MIGUEL BERROCAL

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