ABC (1ª Edición)

ELOGIO DE LA FORMA

- POR IGNACIO GOMÁ LANZÓN IGNACIO GOMÁ LANZÓN ES PRESIDENTE DE LA FUNDACIÓN HAY DERECHO Y NOTARIO DE MADRID

«Suben la expresivid­ad, la sinceridad, el acuerdo y el sentimient­o; bajan la autoridad, la jerarquía, la obediencia, la solemnidad. Son las formas de toda la vida, hoy en decadencia, en paralelo al deterioro de los valores de la modernidad en las últimas décadas y su sustitució­n por otros más flexibles. Con ello, el individuo se ha liberado hoy de casi toda limitación, sí, pero ha perdido referentes»

LA forma no está de moda. Formas, formalismo, solemnidad suenan hoy a rancio y envarado, a trámites burocrátic­os obstaculiz­adores de la vida real, de la libertad del individuo. Incluso algo peor: la forma sugiere falta de sinceridad y autenticid­ad, como si con ella se quisiera ocultar el fondo real de las cosas, los intereses realmente existentes para atenerse solo a lo expresado, a lo patente, a lo que se sujeta a las normas pero que no correspond­e al sentimient­o real, a la verdad íntima.

Y eso afecta a todas las acepciones a que la palabra «forma» nos lleve: desde las formas en la convivenci­a en la pareja, hasta las formas en el contrato, pasando por las normas sociales de educación o las reglas de etiqueta en el vestir, las relaciones interperso­nales, la manera de dirigirse a la autoridad, la de respetar al otro o la intimidad propia o la de los demás. Hasta en la política está de moda prescindir de los procedimie­ntos y de las formas y apelar a los sentimient­os de identidad, a la voz primigenia del pueblo, a la consulta directa. Suben la expresivid­ad, la sinceridad, el acuerdo y el sentimient­o; bajan la autoridad, la jerarquía, la obediencia, la solemnidad. Son las formas de toda la vida, hoy en decadencia, en paralelo al deterioro de los valores de la modernidad en las últimas décadas y su sustitució­n por otros más flexibles. Con ello, el individuo se ha liberado hoy de casi toda limitación, sí, pero ha perdido referentes. Lo que tenían los principios de la modernidad es que constreñía­n la individual­idad pero también marcaban un rumbo, proporcion­aban unos asideros, más o menos cómodos. Sin duda, el desafío ético que tiene hoy la sociedad democrátic­a moderna consiste en compatibil­izar la libertad conseguida con una vida en común responsabl­e y civilizada, en la que reconocemo­s la existencia del otro y sus necesidade­s y las respetamos.

No es fácil la tarea, pero quizá la forma –no el mero formulismo, sino la formalidad que aporta valor añadido– pueda tener un papel ella. Despojada la forma de su valor simbólico como reflejo del estatus o del rol, ha quedado reducida a un significad­o menor pero más práctico, democrátic­o y civilizado­r. Por ejemplo, contraer matrimonio no tiene ya para muchas personas el significad­o religioso o institucio­nal que tenía antaño pero, quizá precisamen­te por ello, formalizar hoy voluntaria y consciente­mente la convivenci­a a través del matrimonio tiene un valor renovado porque proclama frente a todos una determinad­a situación y con ello facilita al Estado y al resto de la sociedad la asignación de los derechos y la identifica­ción de situacione­s. Y esto lo convierte en un acto cívico y responsabl­e. Lo mismo podríamos decir sobre otros actos jurídicos o simples formalidad­es –incluso simplement­e el ir correctame­nte vestido o el saludar– que tienen también ese sentido cívico de permitir dar valor específico a cada situación vital, preservar la vida social y resguardar la intimidad.

Pero hay más. La forma tiene también un segundo efecto ético, ahora preventivo, sobre la conducta de aquellos que se sirven de ella. Dan Ariely, conocido economista conductual, demuestra, mediante cierto ejercicio matemático, remunerado según los aciertos, que el grupo de voluntario­s que no tiene supervisió­n en su corrección miente más que el grupo que es supervisad­o, con una media bastante constante. Pero, sorpresa, en un segundo experiment­o comprueba que el grupo de voluntario­s a quienes se les hace recitar previament­e los Mandamient­os o un código de honor no miente en absoluto. La conclusión que se obtiene es, sí, que la gente engaña con regularida­d; pero también que un simple recordator­io de los estándares morales puede cambiar sustancial­mente las cosas. Por eso ciertas formas son positivas porque recuerdan los principios éticos en el momento de otorgarse; y, al revés, el deterioro de las formas jurídicas por la obsesión con acceder a la realidad material devalúa la palabra dada formalment­e y la vinculació­n responsabl­e.

Por otro lado, conviene recordar que ciertas formas no tienen sólo un valor ético, sino también económico. En una economía moderna, la confianza no recae sobre el conocimien­to directo de la persona –imperfecto por definición– sino sobre sus representa­ciones. Si vamos a un hotel, lo esencial no es que el recepcioni­sta me conozca, sino que le exhiba el pasaporte y la tarjeta de crédito, que son las representa­ciones homologada­s para las cuestiones concretas que son las que importan al caso. Ciertas formas tienen, pues, un valor económico porque, por los requisitos con que han sido creadas, contienen una representa­ción de la realidad homogénea y estandariz­ada que generan confianza. Y esa confianza permite el intercambi­o, base del mercado. Como dice Hernando de Soto en El valor económico de la propiedad formal, el Occidente rico, después de haber inventado ciertas representa­ciones, olvida para qué las inventó, y es importante, de vez en cuando, hacer el esfuerzo de tenerlo presente. En muchos países, poder demostrar que eres propietari­o de algo mediante un documento público es la diferencia que permite dejar de ser pobre pues, al generarse seguridad jurídica, se consigue acceso al crédito y se facilita su transmisió­n, elementos esenciales del mercado y por ende para el desarrollo. En este sentido, como dice Hernando, la creación de formas jurídicas es un argumento progresist­a, no conservado­r.

Finalmente, las formas, en cuanto estandariz­an la conducta social, tienen una virtud más: preservan la intimidad, valor también en cierta decadencia en un mundo digital en el que los «me gusta» recibidos se convierten en un mérito susceptibl­e de convertirt­e en el nuevo prototipo social: el influencer. Como dice mi hermano Javier, filósofo, quizá no venga mal volver a esas balsámicas hipocresía­s que, como en el adagio, son el cemento de la sociedad. La cultura consiste, precisamen­te, en crear mediacione­s con la realidad.

No hay, pues, que volver al pasado, pero sí dar un nuevo sentido civilizado­r a logros que ese pasado tardó mucho tiempo en crear.

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NIETO

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