ABC (1ª Edición)

Los niños que Marruecos no quiere

∑ El 56% de los 800 menores irregulare­s de Melilla podrían ser deportados, pero el Reino alauí se niega

- ENRIQUE DELGADO SANZ

«No tengo familia». Esta es la frase más repetida por los Menores Extranjero­s No Acompañado­s (Menas) cuando les saludas por las calles de Melilla por las que deambulan. Son 800, la mayoría marroquíes, y saben que si las autoridade­s no les identifica­n, tienen más posibilida­des de quedarse en España hasta cumplir los 18 años y entonces conseguir la residencia.

Son consciente­s de que hay un acuerdo bilateral entre España y Marruecos que permite su deportació­n, siempre que las autoridade­s constaten su identidad y localicen a sus familiares. Son 800 niños que, por el contrario, desconocen un dato importante. El Reino alauí del que son «hijos» ignora totalmente este pacto con España, por lo que no tendrían ni que esforzarse en mentir.

El 56% de estos 800 menores, es decir, 450 niños, están perfectame­nte identifica­dos. Así lo confirma a ABC el consejero de Bienestar Social de Melilla, Diego Ventura, quien también expone que el 95% de estos niños y adolescent­es «fichados» son marroquíes. En la Ciudad Autónoma conocen todos los datos de su identidad: nombre, apellidos, quiénes son sus padres y también la localidad de Marruecos donde viven y, por ende, donde tendrían que ser deportados.

Díscolos

«Nos sentimos un poco solos», lamenta Ventura, quien ahonda en la presión migratoria que sufre Melilla con la continua llegada de menores no acompañado­s. «Entran unos cuatro al día de media», especifica el consejero, quien pone un ejemplo muy gráfico que ayuda a interpreta­r el problema a aquellos que no lo conocen: «Aquí tenemos 800 niños en 13 kilómetros cuadrados y en Andalucía, con más de 80.000 kilómetros cuadrados de territorio, dicen que están sobrepasad­os con casi 3.000 menores».

Sharaf y Moed son dos de estos jóvenes. Buscan un futuro mejor lejos de Marruecos, tienen 15 y 12 años, respectiva­mente, y duermen dentro del contenedor de cartón que hay a los pies de la Ciudadela, justo enfrente del puerto de Melilla. Un poco más arriba, en la cima de una de las torres de la ciudad vieja, duerme Wahib, un joven de 17 años, también marroquí, quien confiesa que por las noches pasa un poco de frío. Lo hace con señas, puesto que hace sólo tres meses que llegó a la Ciudad Autónoma y no habla casi nada español. Cuando se levanta de su «cama», que es un cartón tirado en el suelo, disfruta de las vistas más codiciadas por sus semejantes: frente a él, con el alba despuntand­o, este adolescent­e se topa de frente con el ferry al que todos los Menas quieren subir para poder llegar a la Península.

Hampa (16), Ayoub (12) y Mubarak (17) van siempre juntos y también son habituales en las inmediacio­nes del puerto. Confiesan que han intentado colarse en el ferry «cuatro veces», pero no han tenido éxito. Llegaron nadando y parece que no fueron los únicos. En la ensenada del puerto de Melilla, donde golpean con fuerza las olas, hay camisetas que se quedan pegadas en las altas paredes rocosas, cuyos recobecos aprovechan para dormir los niños y adolescent­es que no se encuentran cómodos en los centros de menores donde tienen plaza.

Prefieren dormir en la calle y denuncian que el centro de menores está sobrecarga­do, que algunos compañeros más mayores les pegan y que, en alguna ocasión, hasta les roban. «Estos niños han sufrido todo tipo de vejaciones antes de llegar a España y desconfían de las personas mayores», justifica Ventura, quien no niega el problema. De hecho, ensalza la labor de los equipos de educadores que trabajan en este tipo de centros «por los numerosos conflictos que evitan».

No es fácil tratar con estos niños, que en un 95% de los casos provienen de Marruecos y tienen una media de 16 años. En su mayoría son varones y sólo

hay 130 niñas que apenas se dejan ver por las calles. En todos los casos representa­n el perfil clásico del inmigrante irregular, con el matiz de que son menores y la Ciudad Autónoma tiene que hacerse cargo de ellos y asumir la figura de su tutor legal. Marruecos reniega de ellos y no está dispuesto, pese a que están perfectame­nte identifica­dos, a aplicar el acuerdo de cooperació­n en el ámbito de la prevención de la emigración ilegal de los Menas, su protección y su vuelta concertada, publicado en el BOE del 22 de marzo de 2013. Según los cálculos del Gobierno melillense, mantener a estos niños cuesta 2.500 euros al mes en cada caso. Ese dinero, multiplica­do por doce meses y por los 800 menores que ahora mismo hay en Melilla se traduce en 24.000.000 euros asumidos por España como consecuenc­ia de la dejadez del vecino alauí.

Ni responden

El texto habla de que ambas partes deben «favorecer el retorno asistido de los menores al seno de sus familias o a la institució­n de tutela del país de origen, así como su reinserció­n social». La realidad, según ha podido saber ABC de fuentes conocedora­s del caso, es que Melilla ha remitido el listado de los menores que tiene perfectame­nte identifica­dos a Marruecos pero el Reino de Mohamed VI no está por la labor de cumplir con su responsabi­lidad. El vecino africano ni respondió a la misiva.

Para muchas familias marroquíes, dejar a un niño a su suerte en la Ciudad Autónoma es una inversión de futuro. El objetivo es que consigan la residencia para después facilitar la entrada de otros miembros de la familia. Fuentes policiales indican que los niños, en muchos casos, no pierden el contacto con sus padres. «Los sábados cruzan la valla para visitar a sus familiares como hacen, aunque guardando las diferencia­s, los universita­rios en España», ejemplific­an estas fuentes, las mismas que subrayan que, una vez que se ha producido la visita, los menores vuelven a colarse en Melilla para continuar con su vida, que no es precisamen­te igual de fácil que la de un estudiante universita­rio español.

«Ayer dormimos, hoy intentarem­os comer». Así de tranquilos reconocen Hamza y sus amigos que si vives en la calle hay pocas certezas. Unas hamburgues­as pueden ser un festival para jóvenes como estos, también tentados por el pegamento, que les convierte prácticame­nte en zombies cuando cae la noche. No reconocen a nadie y se dedican a dar tumbos antes de caer rendidos donde buenamente pueden. A la fuerza de intentos infructuos­os para colarse en los barcos, los «hijos» de los que Marruecos reniega parecen, cuando el pegamento les gana la partida, resignados a vivir por siempre en la calle y a comer un día sí y otro no.

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Sharaf, de 16 años, muestra a ABC su «habitación» en la calle de Melilla
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IGNACIO GIL Niños, alrededor de una atracción feriante en Melilla
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IGNACIO GIL

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