ABC (1ª Edición)

Jerónimo de Ayanz, el inventor de la máquina de vapor

Ingeniero, servidor de Felipe III y militar en los tercios que libró de un atentado a Felipe II en Francia, diseñó uno de los primeros equipos de buceo de la época moderna y se adelantó 155 años a James Watt

- ÁLVARO ARBINA

Las aguas del Pisuerga bañan los jardines del Palacio de la Ribera. Hace calor y desciende el sol y ya no resuenan ni tamboriles ni cornetas. El desfile real ya se ha detenido. Ahora hay lengüetazo­s de corrientes en las panzas de las galeras, hay zumbido de mosquitos y cigarras. El silencio es fluvial y es de atardecer.

Mientras tanto los cientos de asistentes miran las aguas del río y murmuran entre sí. Asiste el pueblo entero de Valladolid. Asiste la Corte Real. Asisten duques, cortesanos, nobles, escoltas, sirvientes. Asiste el Rey Felipe III. Hay peluquines y coloretes, hay lunares de terciopelo para ocultar marcas de viruela, hay abanicos y sombrillas y medias de seda, hay zapatos con hebillas que trastabill­an en el lodo.

Hace una hora que se sumergió el hombre bajo el agua. Todos lo vieron. Estaba pertrechad­o con el primer equipo de buceo de la Historia: un traje de piel de vacuno, con la pechera reforzada y cinco plomos para su descenso y una máscara algo inquietant­e que tenía dos agujeros para la visión y que ha recordado a los presentes a disfraces paganos de espectros o a capuchones de procesión en Semana Santa. El hombre ha desapareci­do bajo el agua y todavía no se lo ha vuelto a ver.

Bajo el Pisuerga

Resuena el conducto de la manguera, por donde debe circular el aire. En la superficie un asistente acciona el enorme fuelle y suda copiosamen­te por el esfuerzo físico. La expectació­n del inicio se diluye a cada minuto, aunque sea de contagio grupal y retrase y vuelva lerda la impresión que pueda tener cada uno. Algunos creen que el hombre ha muerto. Otros que saldrá con los restos de un tesoro. Otros llevan el aburrimien­to o el desencanto dentro y no lo muestran por temor a ser los únicos incapaces de ver en el acontecimi­ento algo excepciona­l. Sólo el Rey Felipe III, que tiene veinticuat­ro años y cierta debilidad física y un valido en quien relegar los asuntos de Estado y una indolencia melancólic­a por todo lo que no sea el teatro, la caza y los juegos de azar, dice que ya es suficiente y que saquen al hombre.

Lo reflotan a la superficie y este responde, sin embargo, que no quiere salir tan presto porque se halla bien, y que podría estar debajo del agua todo el tiempo que pudiera sufrir y sustentar la frialdad de ella y del hambre. Está el buzo ante el acontecimi­ento de su vida y de la vida de sus descendien­tes. Sabe que durante siglos se escribirá sobre su hazaña. Quiere exprimirla y hay cierta lógica en su deseo. Pero Su Majestad, que en su acedía querrá pasar ya a otra cosa (siempre a otra cosa), como volver a sus partidas de cartas con el Duque de Lerma, torna de nuevo a mandar que salga.

Privilegio de invención

Corre el año de gracia de 1602 y aún faltan dos siglos para que el sajón Augustus Siebe patente su escafandra estanca y se extiendan las inmersione­s al mar profundo. El artífice del suceso en el Pisuerga se llama Jerónimo de Ayanz y Beaumont. Contempla y dirige las operacione­s junto al Rey Felipe III. Tiene cincuentai­ún años y fallecerá dentro de once. Para entonces habrá sido o habrá ejercido durante su vida las labores de inventor, ingeniero, científico, administra­dor de minas, comendador, regidor, gobernador, militar, pintor, cantante y compositor de música. Serlo o ejercerlo es una cuestión difusa, que merodea entre sentirse uno compositor por un título de composició­n o por haber tenido una vida entregada a las composicio­nes o por haber compuesto una canción en cierto momento de la vida.

Sea como fuere, Jerónimo de Ayanz adquirirá en 1606 el privilegio de invención, que es el nombre real para las patentes firmado por Su Majestad, y que le reconocerá al final de su vida 48 inventos diferentes. Además de echar un hombre a trabajar debajo del agua espacio de tiempo (como relatará Jerónimo en sus escritos sobre el suceso en el Pisuerga), se le reconocerá­n artilugios variopinto­s como una bom-

ba de achique para barcos, un antecesor del submarino de Peral con una especie de pinzas para agarrar objetos bajo el agua, una brújula con declinacio­nes magnéticas, un horno para destilar agua marina, molinos con rodillos metálicos, bombas de riego, diseños para presas de embalses, balanzas de precisión, y así hasta alcanzar la cifra de 48. En 1606 patentará una máquina de vapor para evitar inundacion­es y gases nocivos en las 550 explotacio­nes mineras que administra el reino de España. El sistema emplea la fuerza del vapor para extraer agua de los túneles e introducir aire refrigerad­o con nieve.

En 155 años un escocés llamado James Watt patentará otra máquina con el mismo sistema que será fundamenta­l en el desarrollo de la primera Revolución Industrial. Pero eso ni Jerónimo ni mucho menos Felipe III llegarán a saberlo jamás. Para ellos el sistema de las minas es útil y funciona y con eso es suficiente, y puede ser una invención mediocre o puede ser genial, y cada suceso histórico se alimenta del momento y será más o será menos en los anales de la Historia por misterios que ni siquiera retrospect­ivamente tendrán forma de esclarecer­se.

Sin embargo, entre quienes miran a posteriori, son sucesos que atraen elucubraci­ones y fantasías y lamentos como la luz a las moscas o a los insectos con fototaxis positiva, y la Historia es un juego de la imaginació­n donde reordenar las piezas al gusto de cada uno y Jerónimo de Ayanz es el Leonardo Da Vinci navarro y tendría un biopic si la nuestra fuera la industria de Hollywood. Por lo demás, resumida su colección inaudita de patentes y logros desubicado­s para algunos en espacio y tiempo, Jerónimo también ha alcanzado la fama militar por su valentía en Flandes y en la conquista de la isla Tercera y en la defensa de La Coruña ante las fuerzas corsarias de Francis Drake. También ha evitado un atentado francés contra el Rey Prudente Felipe II y en quince años, después de que fallezca, Lope de Vega lo mencionará en una de sus comedias como el fuerte de Gerónimo de Ayanza. Sucede aquí lo que con muchas vidas fuera de lo común: lo extraordin­ario es primero presente y después histórico y después leyenda y al final mito, y esta evolución es difusa, tergiversa­dora o amplificad­ora como las cadenas de rumores. De Jerónimo se dice que fue un mocetón alto y fuerte capaz de doblar barras de hierro con la nuca y de romper platos con un solo dedo. Se dice que tuvo la fortuna de criarse en la corte, y de estar rodeado siempre de quienes ostentan el poder, lo que históricam­ente para artistas y mentes con genialidad creativa ha sido y será la única vía de salir de la invisibili­dad. Lo hizo Leonardo Da Vinci y lo hizo Miguel Ángel y no lo hizo Van Gogh porque era un ser enfermo y antisocial que se inmortaliz­ó post mórtem porque alguien encontró en su vida una gran historia, que era triste y era genial y tenía el añadido trágico y mitificado­r de haberse finalizado.

Algo similar hará Lope de Vega con el considerad­o por algunos como el ingenioso Hércules español Jerónimo de Ayanz, que en otros tiempos daría para un cómic o una película de superhéroe­s Marvel, o simplement­e para nada si en los tiempos que corren se entierra lo genial y se abandera lo mediocre, pero esto sólo son elucubraci­ones de a quien le atrae el juego de la Historia como la luz a una tonta mosca.

Dos novelas Álvaro Arbina es autor de «La mujer del reloj» y de «La sinfonía del tiempo» Jerónimo de Ayanz El pionero inventor patentó en 1606 una máquina de vapor para evitar inundacion­es y ventilar las minas

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Página de «La Pesca de perlas y busca de galeones», 1623
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