GOBERNAR DESDE LA CÁRCEL
ANÁLISIS
El gran mérito de Pedro Sánchez no es haber sobrevivido a la traición de su propio partido o haber ganado la primera moción de censura en democracia. Ni siquiera, gobernar con 84 diputados.
Su mérito impagable consiste en revestir de normalidad prácticas democráticas inéditas, abusivas y de dudosa legitimidad reinterpretando la voluntad de las urnas. Sánchez llegó al poder en circunstancias excepcionales y con una promesa que ahora incumple: la de convocar elecciones. Por eso su mérito consiste en «apaciguar» –no ya a Cataluña– sino al ciudadano, haciéndole creer que bastan los criterios de legalidad jurídica para dinamitar los de la legitimidad democrática sin discernir entre ellos.
Se engaña la vicepresidenta del Gobierno cuando afirma que Sánchez goza de mayoría absoluta. Si así fuera, no tendría que esforzarse en burlar al Senado para aprobar los Presupuestos. El argumento para Moncloa es sencillo: la derecha no sabe perder. Y sobre esa premisa que todo lo justifica en una izquierda impasible que pervierte cánones hasta ahora intocables en democracia, se edifica una legislatura forzada en la que se manipulan las funciones y mayorías del Senado o la Mesa del Congreso, para transformar la cárcel de Lledoners en un Senado paralelo con más atribuciones y apariencia de legitimidad que las propias instituciones del Estado.
Tiene mérito convertir en «normal», en algo higiénicamente democrático y no escandaloso, que la celda de Oriol Junqueras se erija en una comisión parlamentaria paralela en la que Pablo Iglesias negocie con un político cautelarmente inhabilitado los presupuestos de 47 millones de españoles. Sustituir la legitimidad de las mayorías soberanas por el chantaje surgido desde una cárcel es una manera torticera de concebir la democracia, por legal que pueda ser. De hecho, lo legal no siempre es legítimo. En España es legal mentir. Incluso, un acusado puede hacerlo en su propia defensa en un juicio. Sin embargo, no parece moralmente aceptable si aplicamos la ejemplaridad hoy exigible en democracia al ejercicio del poder y al forzamiento de las instituciones.
En este proceso de hipnosis colectiva en el que lo «normal» no es lo que ocurre en el Parlamento, sino en un vis a vis carcelario, cualquier denuncia se convierte en antipatriótica, visceral y crispadora. La derecha no consiente el «normal» desenvolvimiento de la democracia, pero a cambio sí es «normal» que Sánchez e Iglesias rehabiliten en secreto a quien el Tribunal Supremo inhabilitó, mientras Justicia e Interior callan. El precio oculto de los presupuestos –no el coste real de los números– no se discute a puerta abierta en el Congreso, sino a barrote cerrado en una celda. Por eso tampoco se conocerá. Lo «normal».