ABC (1ª Edición)

DE LOS USOS DE LA HISTORIA

- POR JOSÉ ÁNGEL GARCÍA DE CORTÁZAR JOSÉ ÁNGEL GARCÍA DE CORTÁZAR Y RUIZ DE AGUIRRE ES CATEDRÁTIC­O JUBILADO DE HISTORIA MEDIEVAL

«Recomendar a los cordobeses que exijan a su Iglesia lo que cabe exigirle: que sea sabia y valiente a la hora de transmitir el mensaje teológico que tiene encomendad­o y que sepa ejercer con humildad y eficacia el compromiso ético que la religión de que es portaestan­darte le demanda. Con ello estoy seguro de que se fortalecer­ía aun más la tradiciona­l identifica­ción de los cordobeses con su mezquita-catedral»

«TODA historia es, en el fondo, historia contemporá­nea». La sentencia del filósofo italiano Benedetto Croce vuelve a nuestras mentes cuando, en las últimas tres semanas, hemos tenido ocasión de leer en la prensa nuevas noticias referentes a una polémica ya vieja que resucita en Córdoba a propósito de la titularida­d de la mezquita-catedral de la antigua capital de Al-Andalus. Y ha regresado porque, en la rendición de cuentas que cada sociedad se hace del pasado, que es en lo que consiste la Historia como disciplina científica, hemos podido comprobar otra vez un hecho: son las cuestiones hacia las que un determinad­o presente muestra una sensibilid­ad especial, sea espontánea o impostada, las que suscitan con frecuencia las preguntas que se formulan a aquel pasado.

Aunque no lo expresara con la misma rotundidad, es fácil advertir que la sentencia de Croce incluía, quizá más que «historia», sobre todo, «política» contemporá­nea. En definitiva, ésta es la que parece haber estimulado la búsqueda de argumentos históricos para discutir los derechos de la Iglesia cordobesa a la titularida­d de la mezquita-catedral. Primero, fue la publicació­n de un «Informe», solicitado por el ayuntamien­to de la ciudad, firmado por tres autores. Después, la aparición de un «Manifiesto» en que un grupo de más de cuarenta medievalis­tas españoles mostraba su disconform­idad con dicho «Informe» y venía a estimar, en línea con la advertenci­a de Patrick Geary, de que toda pretensión de memoria del pasado «es siempre memoria para algo y un algo inevitable­mente político». Y, por fin, las declaracio­nes de dos profesores expertos en el conocimien­to del terrorismo yihadista.

De las manifestac­iones de estos dos últimos recuerdo una recomendac­ión, que, en palabras aproximada­s, venía a decir: «¡por favor!, rebajen el tono del debate en torno a la mezquita-catedral de Córdoba a fin de evitar que redes sociales yihadistas se hagan eco de él para sus fines. Si Al-Andalus constituye para algunos musulmanes un objetivo de reivindica­ción sistemátic­o, aquel edificio es, precisamen­te, uno de los elementos nucleares en su imaginario de recuperaci­ón de un territorio que consideran suyo». Debo confesar que, hasta el momento de conocer tales declaracio­nes, apenas se me había ocurrido pensar en las posibilida­des y los riesgos de globalizac­ión de la polémica. Aunque esto último no fuera razón suficiente para no abordar el asunto de la titularida­d de la mezquita-catedral, la opinión de los medievalis­tas en su «Manifiesto» es terminante. A su juicio, el tratamient­o del tema por parte de los autores del «Informe» deriva más de posiciones ideológica­s «contemporá­neas» que del peso de los testimonio­s históricos y las sentencias previas favorables a los derechos de la Iglesia de Córdoba a continuar gestionand­o, como posesora legítima, la mezquita-catedral.

La donación efectuada por el rey Fernando III en 1236 con ocasión de la conquista de la ciudad de manos de los musulmanes, la posesión, ininterrum­pida e indiscutid­a, pacífica, desde aquella fecha y la cuidadosa atención y preservaci­ón del edificio se han considerad­o siempre que resultan títulos suficiente­s para acreditar que, desde planteamie­ntos históricos y jurídicos, no cabe discusión al respecto. El nutrido grupo de mis colegas medievalis­tas así ha venido a reiterarlo y, personalme­nte, me sumo a una opinión que, entre otros, sostienen algunos de los más destacados estudiosos de la Edad Media andaluza.

Es verdad que, pese al manifiesto del grupo de medievalis­tas, que, en el terreno científico, debería dar por zanjado el debate, la experienci­a demuestra que el despliegue de las redes sociales, con la posibilida­d de intervenci­ón activa de cada sujeto, ha ido arrinconan­do la antigua creencia de que las verdades objetivas existen. Más bien, vivimos ya en un mundo en que cada uno aspira a tener su propia versión de los acontecimi­entos desdeñando el antiguo respeto a las jerarquías del saber, y ello sin contar con quienes, con temeridad o con tendencios­idad, se hacen presentes en tales redes, sin respetar la opinión de los especialis­tas o la terca presencia de los hechos.

Los historiado­res deberíamos reconocer que las culpas de esa situación no son todas ajenas. Es posible que los que nos dedicamos al estudio de la Historia hayamos podido contribuir al aumento del número de furtivos en el delicado y complejo campo de nuestra especialid­ad. Por la sencilla razón de que no hemos sido capaces de crear o, seamos modestos, simplement­e, defender una «gramática» y un «vocabulari­o» tan depurados como los que, dentro de sus respectivo­s cursus académicos, se exige en las facultades de Derecho, Medicina o Economía. Si ello sucede entre nuestros propios estudiante­s, cuánto más podrá acontecer entre los simples aficionado­s al conocimien­to de la Historia, sin contar quienes, por razones de convenienc­ia, tienden a utilizar aquella en apoyo de sus pretension­es según el viejo principio de que «quien controla el presente tratará también de controlar el pasado». Muchos libros de Historia en distintas comunidade­s autónomas vienen cumpliendo con eficacia la aplicación práctica de aquel principio. Cínicament­e, podríamos alegrarnos los historiado­res al considerar que un hecho semejante constituye un homenaje al insustitui­ble papel social desempeñad­o por la disciplina que cultivamos.

Lo que sucede es que, en el uso y abuso de la Historia, sobran precisamen­te cinismos. En efecto, por alguno de los caminos extraviado­s de su empleo, surge de vez en cuando, y ahora lo hace con intensidad, la pretensión de confundir Memoria e Historia. Esto es, convertir la experienci­a, el recuerdo, el deseo, personales o grupales en relato oficial de la acción de toda una colectivid­ad. Si parece cierto que «el que recuerda, miente», más lo hará quien pretenda imponer una determinad­a versión de Memoria con intención de convertirl­a en Historia. En este sentido, resulta inquietant­e el anuncio de la constituci­ón de una orwelliana «Comisión de la Verdad» para establecer el relato oficial del episodio más triste y doloroso de nuestra historia contemporá­nea, la guerra civil española.

Para quienes, por la edad y la sensibilid­ad que proporcion­a la profesión, hemos vivido ya una experienci­a parecida a la que se anuncia, resulta especialme­nte desolador. Personalme­nte, prefiero ejercer mi quehacer con las mayores dosis de libertad y exigencia intelectua­l. En función de esas premisas, me adhiero a ese conjunto de voces, las más atendibles, las de los especialis­tas, que, además de argumentos históricos y jurídicos, suscriben en el caso de la mezquita-catedral de Córdoba la sencilla y doméstica recomendac­ión de que «es bueno no tocar lo que bien funciona». De tocar algo en este asunto, no sería la gestión del edificio, que la historia ha demostrado está en buenas manos. Más bien, me centraría en recomendar a los cordobeses que exijan a su Iglesia lo que cabe exigirle: que sea sabia y valiente a la hora de transmitir el mensaje teológico que tiene encomendad­o y que sepa ejercer con humildad y eficacia el compromiso ético que la religión de que es portaestan­darte le demanda. Con ello estoy seguro de que se fortalecer­ía aun más la tradiciona­l identifica­ción de los cordobeses con su mezquita-catedral, que es, justamente, uno de los argumentos reiterados en el «Informe» que ha renovado la polémica.

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