HUMILLACIÓN ASUMIDA
Lo que hizo ayer Torra justificaría de sobra actuar
SUBIR los impuestos cuando la economía está frenándose y amedrentar así al capital exterior y a los emprendedores locales no parece una medida muy sagaz (por decirlo de manera piadosa). Enviar a Bruselas un borrador de Presupuestos con más fantasía que una película de Pixar es hacerse trampas al solitario y engrosar el pufo que deberán pagar las generaciones venideras. Convertir la tumba de Franco en un asunto de Estado es una bobería y un acto tardío de revanchismo, que solo sirve para echar sal a heridas que los españoles habían acertado a cerrar en 1978. Soportar a un presidente que sin haber ganado las elecciones es el más narcisista que hemos padecido y que se está pagando su precampaña con el dinero de todos nosotros resulta abusivo e irritante. Por último, la parálisis legislativa que sufre España la atrofia, porque el país sigue necesitando reformas como el comer.
Pero considerando un error lo anterior, no es lo más grave que ha traído Sánchez. Lo más dañino de su acción radica en dos cuestiones de principios: actúa como si la mentira fuese una práctica perfectamente asumible y está provocando un acelerado deterioro de los pilares constitucionales y democráticos que venían funcionando con éxito desde hace cuarenta años. Los españoles soportamos humillaciones diarias, que por desgracia comienzan a ser asumidas como normales. Ayer Torra, presidente de una región española y como tal máximo representante del Estado en ella, se fue a Waterloo a visitar a Puigdemont, un prófugo de la justicia, y ambos anunciaron la creación del Consejo de la República, órgano que presidirá el delincuente fugado. Torra explicó que el Consejo «es una de las piezas claves para llevar adelante la implementación de la República». Lo que acabamos de relatar justifica por sí solo la aplicación inmediata del 155, pues es evidente que un presidente que actúa como un activo golpista no puede continuar al frente de una comunidad autónoma. ¿Y qué va a pasar? Nada. Sánchez, rehén de los enemigos del país que preside, no tomará medida real alguna (del mismo modo que sigue remoloneando y no acaba de responder en serio a la gravísima censura al Jefe del Estado en el Parlament).
Hay más humillaciones. El líder del partido comunista no forma parte del Gobierno. Pero se ha erigido en su embajador plenipotenciario para implorar a los nacionalistas catalanes y vascos que apoyen los Presupuestos de Podemos y el PSOE (susurrándoles que si la izquierda conserva el poder pronto llegará el feliz día de un proceso constituyente, que permitirá consultas de independencia y una España que ya no será tal, sino una laxa confederación de naciones). Cada día se van horadando las columnas de la democracia y la nación española, frente a una oposición que no está a la altura de la gravedad del envite y ante la pasividad irresponsable de una ciudadanía distraída con su «finde», sus cañitas, su Facebook y su Sexta. En «El mundo de ayer», las memorias que completó poco antes de su suicidio, Stefan Zweig evoca con asombro la jovial indiferencia que imperaba en Europa en vísperas del inicio de la escabechina de la Primera Guerra Mundial. Porque nunca pasa nada. Hasta que pasa.