LA SUBCONTRATA
En esta burda operación de blanqueo de los insurrectos, ni Iglesias podía llegar a más ni el presidente a menos
EL aspecto más sorprendente de la gira negociadora de Pablo Iglesias como vicepresidente de facto del Gobierno es que, en realidad, a Pedro Sánchez no le hacen falta los presupuestos. Para aguantar en el poder un poco más de tiempo puede prorrogar los actuales e incluso modificarlos, como suele hacer, a base de decretos. Si no ha desautorizado las conversaciones de su aliado oficial con los independentistas prófugos y presos es, sencillamente, porque prefiere no hacerlo, porque considera que le conviene otorgar a Iglesias el rango de mediador paralelo para argumentar que el Gabinete no ha participado en la estipulación de ningún acuerdo. No es que la operación de blanqueo de los golpistas le provoque remordimientos sino que, al igual que con el desalojo de Rajoy, pretende que el país crea que permanece ajeno a los pactos que teje en su nombre el líder de Podemos; pactos que por cierto no versan tanto sobre las cuentas del Estado como sobre la estructura de poder a plazo medio. Hipocresía política se llama eso, aunque el planteamiento sea tan burdo que escandalizaría la inteligencia de un auténtico fariseo. Y aunque el resultado de tan torpe manejo sea que ni Iglesias podría en este momento llegar a más ni el presidente a menos.
Lo más triste es que la oposición permanece en Babia. El PP y Ciudadanos parecen creer que de lo que se trata es de una subida de gastos y de impuestos y no de un proyecto de revisión de las bases constitucionales y del concepto de la unidad de España. Las fuerzas del centro-derecha están más pendientes de su rivalidad partidaria que de una alianza gubernamental con los autores de la insurrección catalana. Teniendo a su alcance el arma de una moción de censura en el Parlament, que obligaría al PSC a dar la cara, Rivera ha renunciado a esgrimirla para no quemar a Arrimadas, y Casado no encuentra la tecla que saque a su electorado de la galbana. O la tiene delante pero no se decide a pulsarla. Si no aciertan a movilizar a la sociedad civil, si se limitan a soltar frases críticas más o menos afortunadas, la entrevista carcelaria de Lledoners y la charla con Puigdemont no serán sólo un episodio político de infamia. Constituirán la primera puntada de una trama para cambiar el modelo que ha definido cuatro décadas de democracia.
Cuando Zapatero comenzó a aflojar los tornillos del equilibrio territorial también se dijo que no había motivos para el alarmismo, y diez años después sobrevino la crisis que los pesimistas habían previsto. Estamos ante la segunda oleada de aquel designio de desestructuración nacional, sólo que ahora Sánchez ha subcontratado la interlocución con los separatistas para armar una nueva versión del tripartito. A diferencia de los amantes del verso de Neruda, los nacionalistas de entonces sí son los mismos. Y tienen demostrada una envidiable tenacidad en la persecución de sus objetivos.