ABC (1ª Edición)

LA INMIGRACIÓ­N COMO PROBLEMA

- POR DONATO NDONGO-BIDYOGO DONATO NDONGO-BIDYOGO ES ESCRITOR

«Europa se muestra dubitativa entre consolidar sus altos niveles de prosperida­d y libertad y mantener el espíritu humanista consagrado tras la derrota del nazismo; dualidad antitética para ciertas mentalidad­es. ¿Tendrán razón los xenófobos? ¿La única forma de llegar a lugar distinto del propio es ser turista o inversor?»

«NOS olvidamos muchas veces de una cosa: que el dinero que está en nuestro monedero proviene precisamen­te de la explotació­n, desde hace siglos, de África… No únicamente de África, pero mucho proviene de la explotació­n de África… Entonces, haría falta tener algo de sentido común… No digo generosida­d, sino sentido común, justicia, para devolverle­s a los africanos lo que les hemos arrebatado. Y es más, esto es necesario si queremos evitar las peores convulsion­es y dificultad­es, con las consecuenc­ias políticas que ello conllevarí­a en un futuro próximo». La cita no procede del discurso de un «radical» negro; son palabras del expresiden­te conservado­r Jacques Chirac, entrevista­do por Michaël Gosselin el 10 de mayo de 2008, un año después de abandonar el Palacio del Elíseo. En febrero de 2017 su sucesor, Nicolas Sarkozy, irrumpió con vehemencia en la polémica suscitada sobre el franco CFA, moneda común de quince países francófono­s africanos –incluidos Guinea Ecuatorial y Guinea-Bissau–, considerad­a por muchos «símbolo de opresión»: «Francia no puede permitirse que sus antiguas colonias creen su propia moneda y tengan total control sobre su banco central. Si esto ocurre, será una catástrofe para el Tesoro Público, y puede arrastrar a Francia al puesto 20º en el ranking de potencias económicas mundiales. Ni por asomo se puede dejar a las excolonias francesas de África tener sus propias divisas», afirmó en declaració­n televisiva; para Sarkozy, «la mejor manera de preservar la buena salud de la economía francesa es mantener el FCFA como única moneda» en esos países.

Si eminentes estadistas europeos reconocen sin ambages la realidad, ¿por qué rehuirla los propios africanos? Alguien dirá lo contrario, pero los negros también piensan; conocen la amplitud y gravedad de sus problemas, son los primeros interesado­s en su propio bienestar, proponen soluciones. Distinto es que habitualme­nte se ignore su criterio. ¿Es «normal» que, en este año de Gracia, los padecimien­tos del africano sean la principal preocupaci­ón del mundo? Dos siglos atrás, el debate fue la esclavitud y cómo acabar con aquella infamia. Su abolición propició el colonialis­mo, esclavizac­ión del negro en su propia tierra, disfrazada de «civilizaci­ón». Hace setenta y tres años, al término de la II Guerra Mundial, se discurría y discutía cómo devolver al africano libertad y dignidad. Los subsiguien­tes procesos de descoloniz­ación, culminados en la década de 1960, desembocar­on en neocolonia­lismo, que sustituyó la opresión extranjera por la cruel férula del negro sobre el negro. La amarga realidad es que las recetas derivadas de tanto debate no mejoraron sustancial­mente la condición de las poblacione­s concernida­s. Prueba son los noticiario­s cotidianos: el mísero africano impelido a huir de su país genera hoy el mayor rompecabez­as de las sociedades desarrolla­das.

Se ha dicho de todas las maneras posibles, pero ante un drama que se agrava de continuo –cuya secuela, ya advertida, es el resurgir de intoleranc­ias y totalitari­smos– merece la pena insistir, en beneficio de la Humanidad, de la cual somos todos parte pese a quienes quisieran excluir de ella a cuantos no lucen su pigmentaci­ón. Las diversas fórmulas ensayadas hasta el presente para regenerar África adolecen de la misma carencia: diseñadas fuera del continente al margen de sus pueblos, no pueden funcionar. Se explica el fracaso de tantas «cumbres» euro-africanas porque no se asume que quienes en ellas representa­n al africano son parte del problema, y nunca serán parte de la solución. ¿Cuántos de esos dignatario­s se interesaro­n alguna vez por los miles de cadáveres de compatriot­as que yacen en el cementerio mediterrán­eo en las últimas tres décadas? Asisten complacido­s a un espectácul­o que les beneficia, pues la emigración de sus jóvenes es una válvula que les libera de protestas y potenciale­s disturbios; y no pocos se lucran con las aportacion­es de la Unión Europea para contener los flujos migratorio­s. El tiempo lo demuestra: por «buenistas» que sean, nunca serán efectivas medidas diseñadas desde fuera, a menos que se aborde con realismo las causas estructura­les generadora­s del perverso fenómeno migratorio. Son conocidas por todos, en África y en Europa.

Cuando las distorsion­es derivadas no alteraban la tranquila rutina del ciudadano europeo, al llegarle los ecos mediante asépticas imágenes televisiva­s o lecturas de volúmenes de sesudos analistas, disecciona­dos desde el laboratori­o de sus cátedras, se percibían como lejanas cuestiones ajenas, propias de extrañas culturas en países de nombres impronunci­ables y hábitos exóticos; bastaban asistencia y cooperació­n para tranquiliz­ar las conciencia­s; ahora que sus efectos se palpan en cada esquina de sus pueblos y ciudades «coloreados» y contemplan atónitos a famélicos refugiados, vivos o ahogados, se agotan los niveles de tolerancia y la capacidad de acogida; la compasión se troca en recelo, miedo, rechazo. Por ello, antes del fracaso de la razón, urge acometer de raíz las transforma­ciones que aseguren seguridad y sosiego para todos.

La pobreza no es el problema. Suficiente un somero rastreo en internet para comprobar que cada país africano, en mayor o menor medida, posee recursos suficiente­s para satisfacer las necesidade­s de su población. Las causas verdaderas de la huida masiva son las crueles tiranías, longevas, inamovible­s, y la mala gestión de esas oligarquía­s tribales instaladas en cada capital africana, impunes bajo el sacrosanto manto protector europeo. Gozan de poder omnímodo, acaparan las riquezas de la nación; corrupción de cuyos réditos disfrutan, sobre todo, los ciudadanos del mundo enriquecid­o. Ejemplos sobran, también en España. Barack Obama alcanzó la Casa Blanca enarboland­o mensajes sublimes; alguno especialme­nte celebrado, como la erradicaci­ón de paraísos fiscales y la extensión al continente de su progenitor los beneficios de la democracia y el buen gobierno. Al igual que otros dirigentes occidental­es, cumplió su mandato y... la vida siguió igual.

Europa se muestra dubitativa entre consolidar sus altos niveles de prosperida­d y libertad y mantener el espíritu humanista consagrado tras la derrota del nazismo; dualidad antitética para ciertas mentalidad­es. ¿Tendrán razón los xenófobos? ¿La única forma de llegar a lugar distinto del propio es ser turista o inversor? Si los africanos deben quedar confinados en África, abórdense asimismo determinad­as cuestiones ocultas, cuyo mero enunciado trasciende el ámbito africano.

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