ABC (1ª Edición)

Mía es la venganza

- ANTONIO WEINRICHTE­R

Decía Dorothy Parker de cierta starlette que su rango interpreta­tivo abarcaba «de la A la B». Nicolas Cage tiene más registros pero es cierto que muchas películas que hace parecen existir sólo para que los fans le vean alcanzar (los que lo somos a medias tampoco podemos resistirno­s: es como ver un choque de trenes) el modo C, de Cage. Designa una especie de punto de no retorno: más que soltarse el pelo, es ponerse «amok», como esos chamanes que toman hierbas para que les posea el espíritu de un depredador salvaje.

Bien, aquí Nicolas se desencaja, vamos, se desencagea, con motivo, aunque eso sea lo de menos. Según la ecuación binaria que se aplica a tantas de sus interpreta­ciones, en su modo A, inicial, es un ser sobrio y pacífico que vive con su enamorada en una casa acristalad­a (!) en el bosque. Una secta a lo Charlie Manson tortura y mata a su pareja y ya podemos pasar al modo C durante los últimos 45 minutos de película, que son como un disco de rock gótico, satánico por más señas, pero además reproducid­o al revés que se «acopla» más. No habría nada más que añadir, para los gourmets de Cage; suya es la venganza. Solo anotar que el director parece escuchar un disco distinto, sigue un ritmo lento, silencioso, pretencios­o, que dilata la «marcha» hasta el límite: cree hacer algo como «El resplandor» cuando en realidad está más cerca del Sam Raimi de «Evildead». Y Cage está que se sale. Una secuencia genial, postraumát­ica, en la que bebe y se desinfecta con la misma botella es quizá su momento más sublime antes del guiñol gore.

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Nicolas Cage

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