La Virgen nos habla de casa y de familia
La Plaza Mayor de Madrid fue ayer una plaza de concordia bajo la hermosa imagen de la Virgen de la Almudena. La ciudad, que tantas veces se torna líquida, y a veces hasta gaseosa, vivió la tranquila alegría de una fiesta que solo se entiende por la presencia acogedora de la Madre. En torno a ella se reunían familias, enfermos, asociaciones cívicas, jóvenes y viejos, también las autoridades de diverso color político. La mirada dulce de la Almudena, con el Niño levemente alzado, remite a una historia de convivencia muchas veces puesta a prueba por las ásperas discordias a las que se refirió el cardenal Carlos Osoro.
El hilo dorado de nuestra civilización es esa mirada que no se descompone frente al mal, porque tiene la esperanza cierta de que lo humano siempre puede ser rescatado. Por fortuna para todos, creyentes y no creyentes, María volvió a recorrer ayer las calles de este querido y viejo Madrid, como reza el himno de la Almudena. No es un gesto meramente simbólico, sino la expresión de la memoria de un pueblo, sin la cual la prepotencia y el caos se adueñan de nuestra ciudad común.
La Madre nos invita suavemente a vivir como hermanos, respetando las diferencias incluso si nos hacen sufrir. Ella encarna la paciencia, que es de otro mundo; y la entrega sin límites que rompe nuestras estrechas medidas, porque ella experimentó en su carne al Infinito que desborda cualquier esquema que podamos tener. Ella nos habla de casa y de familia, donde cada uno pone al servicio de todos sus riquezas y talentos, donde el más débil y vulnerable se encuentra siempre en centro. La alcaldesa Carmena se refirió a la llaga de la soledad que supura en tantos madrileños: un daño que también la política tiene que afrontar pero que solo encuentra una respuesta radical en el abrazo al que María dijo sí, para cambiar la historia.