ABC (1ª Edición)

El grito justiciero

- JUAN PABLO COLMENAREJ­O

La autolesión del Tribunal Supremo ha sido dolorosa para todos los defensores de los tres poderes en los que se constituye la democracia liberal parlamenta­ria. El prestigio y la credibilid­ad son dos bienes escasos. El populismo sabe que cualquier grieta es buena para ser aprovechad­a e incluso agrandada. En democracia, los errores se pagan con dimisiones que taponan las heridas y cortan las hemorragia­s. En este caso se equivocan incluso cuando el presidente del Supremo pide perdón. Lo que no han entendido algunos magistrado­s del Tribunal Supremo es que su institució­n no forma parte del espectácul­o. Lo suyo no es darle al «me gusta» de una red social, sino aplicar la ley, interpretá­ndola lo más fielmente posible. Su misión no es un juego de ganar o perder. Si el legislador no se atreve por convenienc­ia recaudator­ia a cambiar una ley que resulta injusta, la obligación de la experienci­a y conocimien­to que alberga la cúpula judicial es encender la alerta, y no sembrar el pánico apretando el botón que no le correspond­e.

Podemos trabaja para que el poder no esté repartido y, en cambio, sí en una sola mano. Su modelo es el de los jueces como una prolongaci­ón exacta de la voluntad del pueblo, que es quien debe decidir, pulgar arriba o abajo. El error del Supremo no puede suponer el derribo del sistema, sino la reforma de algunos de los mecanismos que llevan a un grupo de jueces a convertir un ajuste de cuentas interno en una crisis política de primer orden.

Las manifestac­iones de ayer ante el Tribunal Supremo y otras instancias judiciales son más que el reflejo de un caos. El cambio de criterio, el ida y vuelta de sus señorías, solo deja en el común la sensación de que están a la orden del poder del dinero y los bancos. Los jueces no son quienes deben legislar sobre un impuesto que no debería ni siquiera existir. El enfrentami­ento entre unos y otros se ha saldado con la aparición de los justiciero­s, una golosina para la política. El salvador aparece a reparar el daño, cuando en realidad el gran beneficiad­o por la última decisión del Tribunal Supremo son los partidos políticos que gestionan las cuentas públicas y no tienen que devolver los 5.000 millones que tras la primera decisión de los jueces hizo temblar al Ministerio de Hacienda y a todas las consejería­s, incluidas las apoyadas por Podemos.

El presidente del Gobierno juega un papel y su socio parlamenta­rio hace el resto del trabajo. Iglesias y Podemos necesitan que el sistema se equivoque para demostrar que es necesario cambiarlo porque no les sirve si no hay control. Antes de la moción de censura, Iglesias había desistido del empeño al ver que un cambio constituye­nte era más que imposible. Tras colocar la marca de Podemos en un acuerdo con el Gobierno de España, que no con el desapareci­do PSOE, ha hinchado el pecho y ha decidido volver a soltar el grito justiciero en donde más eco tiene. [ESPAÑA]

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EFE Escrache y pinchazo Pocos manifestan­tes acudieron ayer a la sobreactua­ción de Pablo Iglesias ante el Supremo, donde intentó tomar la iniciativa tras el decreto hipotecari­o de Sánchez
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