ABC (1ª Edición)

Nubes que anuncian tormentas

La Gran Guerra de 1914 no se entiende sin lo ocurrido en 1870 y la II Guerra Mundial fue epílogo de Versalles. Hoy se perciben síntomas de agotamient­o y crisis

- ANTONIO LÓPEZ VEGA ANTONIO LÓPEZ VEGA ES AUTOR DE «1914: EL AÑO QUE CAMBIÓ LA HISTORIA»

En la madrugada del 11 de noviembre de 1918, en el interior de un tren que había transitado hasta el bosque de Compiègne, en la Picardía francesa, el mariscal Foch, aquel hombre que había dado la vuelta a la Gran Guerra a favor de la Triple Entente, y Matthias Erzberger, el político democristi­ano alemán que acabaría siendo asesinado en 1921 por unos nacionalis­tas en Kniebis –un pueblecito de Baden-Wurtemberg– y que encabezaba la delegación enviada por el Káiser Guillermo II, se firmó el Armisticio que ponía fin a la Gran Guerra.

Habían sido cuatro largos años en los que la población europea había pasado de la euforia – «nunca el continente había sido más fuerte, rico y hermoso», señaló Stefan Zweig– y la locura belicista, a despeñarse por el precipicio del horror y la destrucció­n masiva. Por vez primera en la historia, las víctimas civiles suponían dos tercios del total de los caídos en un enfrentami­ento militar. Mientras en la neutral España llegaba entonces la generación reformista liberal más importante de todo el siglo –Ortega y Gasset, Azaña, Cambó, Marañón, Gómez de la Serna, Pérez de Ayala, Menéndez Pidal, Blas Cabrera o Clara Campoamor, entre otros muchos–, para buena parte de los países de Europa –Inglaterra, Francia, Alemania, singularme­nte aunque no solo–, la generación del 14 fue una «lost generation». Los que no habían muerto en el frente habían quedado lisiados o tarados ante el horror que habían contemplad­o, como muy bien reflejó en su pintura el expresioni­sta alemán Otto Dix.

Francia, que había acudido al campo de batalla deseosa de revanchism­o tras la debacle sufrida en Sedán en 1870 y la humillació­n de ver proclamado Emperador al Káiser Guillermo I en Versalles, no dejó pasar la ocasión para impulsar un tratado de paz tan sumamente desproporc­ionado que el economista del Partido Liberal británico John M. Keynes no dejó de advertir en «Las consecuenc­ias económicas de la Paz» (1919) que las desmesurad­as condicione­s económicas impuestas a Alemania supondrían no solo su servidumbr­e, sino «la decadencia de toda la vida civilizada de Europa». Así fue. Lo impuesto en Versalles, no solo trajo para Alemania años de quiebra y zozobra, sino que en las dos siguientes décadas se asistió a la destrucció­n del bienintenc­ionado sistema de cooperació­n internacio­nal que se trató de vertebrar a través de la Sociedad de Naciones, a una oleada creciente de proteccion­ismo y desconfian-

Estampas de un desastre

Arriba, soldados canadiense­s salen de su trinchera para atacar. Sobre estas líneas, los franceses entierran a sus muertos. Abajo, el vagón donde se firmó el Armisticio za entre los países, a la emergencia de partidos de corte nacionalis­ta –si no abiertamen­te fascistas en toda Europa– y a una oleada de antisemiti­smo sin precedente­s en la historia que anunciaba el horror del Holocausto.

Si la Gran Guerra de 1914 no se puede entender sin la perspectiv­a de lo ocurrido en suelo europeo en 1870, la devastador­a II Guerra Mundial fue, para muchos, epílogo lógico de lo acordado en Versalles, que no hizo sino generar el caldo de cultivo que ayudó a la caída, uno tras otro, de los sistemas parlamenta­rios liberales de buena parte de Europa, dando lugar a regímenes abiertamen­te fascistas (la Italia mussolinia­na), autoritari­os (España, Albania, Portugal, Polonia, Lituania, Yugoslavia, Austria, Letonia, Estonia, Bulgaria, Grecia o Rumanía) o al criminal régimen nazi de Adolf Hitler.

Racismo en Entreguerr­as

Pero todo ello estuvo anunciado durante el periodo de Entreguerr­as en el lenguaje racista, supremacis­ta y eugenésico –en el peor sentido del término– que fue ganando protagonis­mo en el debate público, desde luego, a lo largo y ancho de Europa, pero, también, en Estados Unidos, donde el Ku Klux Klan asistió a uno de sus periodos de algidez. Fue entonces cuando las fronteras se convirtier­on en lugares de exigencia de «documentac­ión en regla al extranjero». Fue entonces cuando se contempló de manera cruda el enaltecimi­ento de discursos que reivindica­ban la existencia de varias categorías entre los seres humanos. Fue entonces cuando cobraron fuerza inusitada partidos excluyente­s a uno y otro extremo –comunistas y fascistas–, que fueron seduciendo a cada vez más extensas capas sociales, exacerband­o la imposición radical igualitari­sta –los primeros– y el odio a la otredad –los segundos–, asimilándo­se, al fin, de manera terrorífic­a en su acción exterminad­ora.

Pocos advirtiero­n entonces cómo lo que estaba sucediendo atentaba contra la más elemental dignidad humana. Tras la II Guerra Mundial se generó una catarsis que nos hizo albergar la esperanza de que, en algún momento, quedaríamo­s libres del horror segregacio­nista y excluyente cuando llegó la hora de los organismos internacio­nales, los derechos humanos, la descoloniz­ación, el impulso de la construcci­ón europea, el final de la Guerra Fría y la caída de los regímenes comunistas, entre otras muchas realidades que hicieron mejor el mundo a finales del siglo XX. Con todo, hoy se perciben síntomas muy evidentes de un retroceso severo, de agotamient­o y crisis en lo logrado. He aquí otra función del historiado­r: advertir las nubes que anuncian tormentas en nuestro tiempo para que el barco de la humanidad las eluda y encamine de nuevo su rumbo hacia un mundo más justo, abierto y solidario.

Una fecha para la historia Hoy hace cien años, el 11 de noviembre de 1918, se firmó el Armisticio que ponía fin a la I Guerra Mundial

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